Durante los tres años que transcurrieron entre los meses de diciembre de 1897 y 1900, el escritor francés Émile Zola (París, 1840 – 1902) publicó una serie de artículos a medida que se desarrollaban los acontecimientos del caso Dreyfus en algunos periódicos –como L´Aurore o Le Figaro (que llegó a provocar el secuestro de su edición)– y después en folletos que él mismo distribuyó. Se trataba de reflexiones, anotaciones y cartas escritas las más de las veces aprisa y corriendo, en momentos de pasión, con repeticiones y una forma áspera y descuidada, que juzgó necesario seleccionar para recopilarlas por orden cronológico en un libro que publicó en 1901 bajo el elocuente título de Yo acuso. La verdad en marcha [J´accuse!. La verité en marche], cuando logró que todas y cada una de mis acusaciones han quedado plenamente confirmadas por los delitos y crímenes descubiertos. El intelectual Zola se comprometió en aquel proceso con la misma exaltación y convicción, absoluta e inquebrantable, que ya demostró Voltaire en el caso Calas, un siglo antes.
El proceso judicial contra el capitán Alfred Dreyfus -se pronuncia /dreifús/- ocurrió en un momento de especial rivalidad entre las dos grandes potencias europeas de la segunda mitad del siglo XIX: Francia y Alemania. Los franceses habían tenido que padecer la humillación de ver la proclamación del Imperio alemán en 1871, tras su derrota en la guerra franco-prusiana, teniendo que firmar la paz en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles [1]. En ese contexto, en 1894, el contraespionaje del Gobierno de París interceptó una carta manuscrita en papel cebolla, rota en seis pedazos y sin fecha ni firma –denominada le bordereau (la lista)– dirigida al agregado militar de la Embajada alemana, Maximilian von Schwartzkoppen, en la que se le informaba de un próximo envío de información confidencial.
Ante el riesgo de que se filtraran documentos clasificados y de que estallase un escándalo, el Estado Mayor del Ejército decidió confrontar aquel texto con la letra de todos sus oficiales en activo y, el 15 de octubre de 1894, dieron con un resultado positivo durante el análisis grafológico del capitán Dreyfus; corroborado por el célebre antropómetro Alphonse Bertillon; aunque no era grafólogo, testificó en el posterior juicio como si fuera un experto perito, sin serlo; y llegó a crear la teoría de que la caligrafía del bordereau no era exactamente igual a la de Dreyfus porque el acusado la había alterado (aunque solo parcialmente) para hacer creer que la carta la había escrito otra persona [2], autofalsificándose (lo llamó autoforgerie). A pesar de proclamar su inocencia, un Consejo de Guerra que se celebró a puerta cerrada lo acusó de alta traición y, el 22 de diciembre, fue condenado por unanimidad a cumplir cadena perpetua en el presidio de la Isla del Diablo (frente a la costa de la Guayana Francesa, el mismo penal que hizo célebre Papillón) al que llegó, tras sufrir una ceremonia de degradación, en enero del año siguiente.
La acusación la había encabezado el propio Ministro de la Guerra, el general Auguste Mercier, convencido de la culpabilidad de aquel judío (en plena oleada antisemita) nacido en Alsacia (región francesa que pasó a ser alemana tras la guerra franco-prusiana de 1871 y que retornaría a Francia al vencer los aliados en la I Guerra Mundial). En su opinión, las pruebas contra Dreyfus eran abrumadoras aunque nunca llegaron a mostrarse, más allá de atribuirle la autoría de aquella incriminatoria carta.
La verdad se puso en marcha, como diría Zola, en 1896, cuando se interceptó un nuevo telegrama del agregado Schwartzkoppen dirigido a un comandante francés de origen húngaro llamado Ferdinand Walsin Esterhazy. Del contenido de aquel documento solo podía deducirse que él era el verdadero traidor que escribió le bordereau y, por lo tanto, que Dreyfus había sido condenado injustamente. El nuevo director del contraespionaje, el teniente coronel Georges Picquart, informó a sus superiores… insistió en nombre de la justicia… y fue alejado cada vez hasta destinarlo en Túnez. A pesar del férreo silencio impuesto en las filas castrenses, aquella información acabó trascendiendo a Mathieu Dreyfus para movilizar a algunos periodistas, intelectuales y políticos y que se reabriera el caso de su hermano; pero, sorprendentemente, en enero de 1898, un tribunal militar absolvió a Esterhazy –un culpable que convenía declarar inocente– y, al mismo tiempo, el Gobierno se negó a revisar el caso del excapitán que continuó encerrado, en pésimas condiciones, en la prisión de Sudamérica porque no pueden declararlo inocente sin culpar a todo el Estado Mayor.
Émile Zola lo describió de la siguiente forma: El meollo del caso se reduce a eso: si han condenado a Dreyfus basándose en un documento que otro escribió y que basta para condenar a ese otro, se impone la revisión por una lógica inexorable, pues no puede haber dos culpables condenados por el mismo crimen. El abogado Demange lo repitió rotundamente, el escrito fue la única prueba que le comunicaron, a Dreyfus no le condenaron legalmente más que por el escrito.
Y arremetió contra los medios [los periódicos prostibularios que atraen poderosamente a los transeúntes con esos grandes titulares que garantizan escándalos (…) la prensa inmunda satura a la opinión pública con excesivas mentiras e infamias]; el antisemitismo (que hizo posible, por si solo un error judicial); la política (este caso saca a la luz del día el ambiguo pasteleo del parlamentarismo); el ejército [declaro sencillamente que el comandante Du Paty de Clam, encargado de instruir el sumario del caso Dreyfus en calidad de oficial judicial, es, en lo relativo a fechas y responsabilidades, el primer culpable del espantoso error judicial que se cometió (…) En el acta de acusación no había nada. Que hayan podido condenar a un hombre basándose en esa acta es un prodigio de iniquidad); acusó a la Iglesia, el Gobierno, la sociedad… y el 18 de enero de 1898, Zola fue denunciado por las Fuerzas Armadas acusado de difamación.
Amenazado de muerte por la extrema derecha, la sentencia le condenó a un año de prisión y el pago de 3.000 francos de multa; además de despojarle de la Legión de Honor. El novelista interpuso un recurso y, antes de que se dictara el nuevo veredicto –también de culpabilidad– huyó a Londres y tuvo que ser condenado en rebeldía.
Zola no pudo regresar a su país hasta 1899 cuando el Gobierno de París decidió, por fin, reabrir el caso al suicidarse el comandante Hubert-Joseph Henry, tras confesar que fue él quien “engrosó” el expediente con los cargos contra el condenado.
El ejército ordenó traer a Dreyfus desde Guayana para volver a juzgarlo en Rennes (Bretaña) y, de nuevo, lo condenaron por traición pero con atenuantes; finalmente, el 19 de septiembre de 1899 el presidente de la República, Émile Loubet, lo indultó.
Pero aún no se había hecho justicia y Zola ni siquiera llegó a ver el final de aquel largo proceso porque falleció, en extrañas circunstancias, asfixiado por el humo de su chimenea, la noche del 28 al 29 de septiembre de 1902. Casi cuatro años más tarde, Alfred Dreyfus logró que se casara la sentencia condenatoria de Rennes y que se le rehabilitara en su puesto en el ejército, el 12 de julio de 1906.
El inusitado grado de violencia que rodeó todo este affaire aún estuvo a punto de terminar en tragedia cuando el periodista Louis-Anthelme Grégori disparó dos tiros contra Dreyfus, hiriéndolo en plena ceremonia para trasladar las cenizas de Zola al Panteón Nacional, el 4 de junio de 1908 [3].
Citas: [1] AA.VV. La Gran Guerra. La I Guerra Mundial al descubierto. Barcelona: Random House Mondadori, 2013, p. 474. El orgullo francés consiguió resarcirse de aquel deshonor al finalizar la I Guerra Mundial, cuando Alemania tuvo que firmar el Tratado de Versalles, exactamente, en el mismo lugar, sólo que esta vez Berlín había sido la derrotada. [2] ECO, U. El cementerio de Praga. Barcelona: Lumen, 2010. [3] ZOLA, É. Yo acuso. La verdad en marcha. Barcelona: Tusquets, 1998.
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