viernes, 18 de agosto de 2017

Introducción al Derecho Premial

El Código de Hammurabi –uno de los primeros cuerpos legales que redactó el ser humano– reunió las 282 leyes que el dios babilónico de la justicia, Shamash, entregó a este monarca, a mediados del siglo XVIII a.C., con el fin de impedir que el fuerte oprimiese al débil. Además de la conocida Ley del Talión [Si un hombre deja tuerto a otro, lo dejarán tuerto a él (ley 196); (…) si un hombre le arranca un diente a otro hombre de su mismo rango, que le arranquen un diente a él (ley 200)], la conocida estela de basalto negro que, hoy en día, se conserva en el Museo del Louvre, en París (Francia), también incluyó una de las primeras disposiciones premiales de la historia del Derecho al regular que: Si un hombre captura en el campo un esclavo o una esclava fugitivos y se los lleva a su dueño, el dueño del esclavo le dará dos siclos de plata (ley 17) [1]. La normativa de Babilonia inspiró posteriormente a las Leyes Asirias Medias que rigieron en la sociedad de Asur a finales del II milenio; entre ellas, la ley 40 de la tablilla A (A 40) tipificó que, como las esclavas y las prostitutas tenían que ir con la cabeza descubierta, si un hombre veía a una de estas mujeres con velo y no la llevaba a la entrada de Palacio, recibiría 50 bastonazos y quien hubiera denunciado al testigo se podría quedar con su ropa. Estas disposiciones de la Antigua Mesopotamia constituyen el precedente más remoto del Derecho Premial.

Con el cambio de era, en el siglo VI, el emperador de Bizancio, Justiniano, recopiló la jurisprudencia del Derecho Romano en el Digesto que, precisamente, comienza con otra disposición premial (Libro I, título I, §1): (…) el derecho es el arte de lo bueno y lo equitativo. (…) [Los juristas] servimos a la justicia y nos dedicamos al conocimiento de lo bueno y lo justo, separando lo justo de lo inicuo, discerniendo lo lícito de lo ilícito, deseando conseguir hombres buenos no sólo por el miedo de las penas sino también por el incentivo de los premios.

Una última referencia nos lleva ya a los ilustrados del siglo XVIII: Otro medio de evitar los delitos es recompensar la virtud. Sobre este asunto observo al presente en las Leyes de todas las Naciones un silencio universal. Si los premios propuestos por las Academias á los descubridores de las verdades provechosas han multiplicado las noticias y los buenos Libros, ¿por qué los premios distribuidos por la benéfica mano del Soberano no multiplicarían asimismo las acciones virtuosas? La moneda del honor es siempre inagotable y fructífera en las manos del sabio distribuidor. De este modo se expresaba Cesare Bonesana, Marqués de Beccaria, en su obra más conocida, el Tratado de los delitos y de las penas (§ XLIV); manuscrito que se publicó, de forma anónima, en Livorno (Toscana), en 1764 [2].

La idea que subyace en estos ejemplos es sencilla: si se impone una pena al que comete un delito, ¿por qué no se recompensa al que realiza una buena acción o una conducta virtuosa, valorándose sus méritos mediante la concesión de un premio? Partiendo de esa base, el Derecho Premial podría plantearse como la némesis del Derecho Penal.

En esa misma línea se expresó hace un siglo el profesor Dorado Montero; en su opinión, el Derecho Premial es un sistema jurídico independiente dentro del Estado, análogo al Derecho penal, o una parte del orden jurídico que el Estado estatuye y custodia, y la cual forma el término opuesto y complementario de otra parte del derecho, que es la parte penal, resultando de la reunión de ambas algo que quizá cupiera denominar el total Derecho sancionador. Según este jurista serrano -de Navacarros (Salamanca)- en el ámbito de las recompensas y premios reina ordinariamente una gran libertad y hasta anarquía. (...) lo que el llamado Derecho premial significa es el sometimiento de esta materia a preceptos legales taxativos, de manera análoga a como se hace con el Derecho penal, que es el otro término simétrico [3]

El problema que plantean las disposiciones premiales es que en el ordenamiento jurídico no existe una rama específica que se ocupe de la concesión de premios, distinciones o recompensas, honoríficas o económicas, excluidas las de carácter nobiliario, que se confieren en correspondencia a méritos acreditados según su normativa reguladora y como medida de fomento y reconocimiento social en el sector de interés público correspondiente (según el DEJ); y, por ende, su ámbito de actuación se difumina entre el Derecho Administrativo [en España, las recompensas previstas en la vigente Ley 5/1964, de 29 de abril, sobre condecoraciones policiales, son –de acuerdo con la sentencia 4713/2015, de 11 de diciembre, de la Audiencia Nacional [ECLI:ES:AN:2015:4713]– el supuesto más típico del llamado "Derecho Premial", que configura las condecoraciones como un estímulo honorífico con el que recompensar comportamientos muy relevantes o trayectorias profesionales ejemplares de personas o de grupos de personas, muchas veces anónimas, que objetivamente se han hecho acreedoras de ellas]; el Derecho Constitucional [el Art. 62.f) de la Constitución Española de 1978 dispone que le corresponde al rey (…) conceder honores y distinciones con arreglo a las leyes]; o el propio Derecho Penal [por ejemplo, las circunstancias atenuantes previstas en el Art. 21 del Código Penal (Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre), si el culpable repara el daño ocasionado a la víctima].

Terminamos con una curiosa anécdota sobre un compañero de Dorado Montero en el claustro universitario salmantino, Miguel de Unamuno, que nunca dio lugar a bromas de ninguna clase, narrada por Ramón J. Sender, con el que coincidió en el Ateneo de Madrid. En 1905 (...) Iba el autor de El Cristo de Velázquez al palacio real a darle las gracias al rey [Alfonso XIII] por haberle sido otorgada la cruz de Alfonso X. Recibir una condecoración es para un escritor de vuelos místicos bastante desairado. Parece que Unamuno dijo: “Vengo a dar a vuestra majestad las gracias por haberme dado la cruz de Alfonso X, que me la merezco”. El rey le contextó: “Qué raro. Los demás siempre han dicho que no lo merecían”. La gente atribuye a Unamuno la siguiente respuesta: “Y decían la verdad[4].

Citas: [1] SANMARTÍN, J. Códigos legales de tradición babilónica. Madrid: Trotta, 1999, p. 137. [2] BONESANA, C. Tratado de los delitos y de las penas. Granada: Comares, 2008, p. 100. [3] DORADO MONTERO, P. Naturaleza y función del Derecho. Madrid: Reus, 2ª ed., 2006, pp. 163 y 168-169. [4] SENDER, R. J. Examen de ingenios. Los noventayochos. México D.F.: Aguilar, 1961, pp. 53 y 54.

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