En Guatemala, el primer asunto que resolvió la autoridad indígena y que convalidó el sistema estatal fue el llamado Caso Chiyax –por el nombre de unos de los cantones del municipio de Totonicapán– el 1 de marzo de 2003. El periodista Oswaldo J. Hernández [*] lo narró así: Llovía en Totonicapán cuando en el Cantón Chiyax tres hombres fueron capturados por cientos de personas. Era sábado 1 de marzo de 2003, día de mercado, y Sebastián Poz, Julián Cut y Miguel Álvarez habían sido detenidos por los lugareños tras haber intentado robar en casa de Hilario Robles. Por eso, los tres, golpeados, caminaban hacia el centro de la cabecera municipal. Por eso, los tres, en paños menores, casi inertes, eran impulsados por una marea humana que a su vez era impulsada por la ira.
Cuando entraron a la cabecera departamental se escucharon los gritos que pedían “gasolina”. Sin embargo, casi al mismo tiempo, las varas de autoridad del alcalde comunitario de Chiyax, Julio Menchú, del vicepresidente, Florencio García, y del secretario, Santos Cuá, fueron empuñadas y se alzaron en el aire Hubo silencio. Era una señal, una acción que, respetada, sosegaba a todos los presentes. Nadie se atrevió a cuestionar a las autoridades indígenas y a las varas de mando cuando, minutos después, los tres ladrones pasaron a ser custodiados por otras manos.
La Policía Nacional Civil y el Juzgado de Instancia Penal de Totonicapán, juntos, se harían cargo de los acusados. Poz, Cut y Álvarez serían señalados de delito por robo agravado y, por su seguridad, los representantes del Estado decidieron trasladarlos a una cárcel de Quetzaltenango, a unos 30 kilómetros de distancia.
Lo que no se pudo evitar aquel 1 de marzo, sin embargo, fue que la gente quemara el vehículo propiedad de los acusados, en represalia. Nadie, tampoco la lluvia, logró apagar ese incendio. Esa noche la comunidad estuvo reunida discutiendo. Se redactó un memorial –480 personas firmaban– y se exigía a las instituciones del Estado “un castigo ejemplar para los sindicados, sin derecho a defensa”. Eso sucedía justo a la misma hora en que los restos del vehículo incendiado eran colocados por varios pobladores frente a los tribunales de Totonicapán, algo que el juez de Primera Instancia Penal de aquel momento, Manfredo Roca Canet, interpretó como una amenaza de parte de la población y generó una crisis entre los operadores de justicia del departamento.
(...) Un día más tarde, el sistema de justicia oficial se declararía incapaz ante todo lo acontecido, y el caso Chiyax se trataría del primer proceso en el país coordinado entre dos sistemas: el jurídico maya y el de justicia formal ante un delito.
(…) El juez Roca Canet dio un plazo de tres meses para que los tres ladrones fueran juzgados no por el Organismo Judicial sino por las autoridades comunitarias. El Juzgado de Instancia Penal, la Defensa Pública Penal, la Fiscalía Distrital de esa cabecera departamental, y los tres sindicados, en conjunto con las autoridades y una gran mayoría de comunitarios de Chiyax, estuvieron de acuerdo. El acto se celebraría un poco más tarde, en junio de ese año.
(…) Tres meses después, el miércoles 25 de junio del 2003, volvía a llover en Totonicapán cuando en horas de la mañana, miles de personas se agolpaban para ver el primer caso en el cual el sistema de justicia oficial reconocía las formas propias de justicia de los pueblos indígenas en Guatemala (…) La sanción, luego de escuchar el consejo de familiares y ancianos de Totonicapán: “treinta días de trabajo comunitario en obras necesarias para la comunidad”. Poz, Cut y Álvarez juraron sobre 20 granos de maíz que cumplirían. Y cumplieron.
Un mes después, en el proceso nº. 312-2003 del Juzgado de Primera Instancia Penal de Totonicapán, el Sistema de Justicia Oficial resolvía: “El sobreseimiento del presente caso, considerando que una de las características principales del derecho indígena (maya) es que es conciliador porque a diferencia del derecho oficial, contempla las secuelas del conflicto sobre los implicados y la comunidad, por ello privilegia la conciliación, el acuerdo mutuo, sobre la simple aplicación de la sanción al victimario, busca la reparación del daño ocasionado tanto material como espiritual, contemplando la situación de la víctima como del victimario, lo que contribuye a restaurar la armonía entre ambos”.
Además de realizar trabajos para la comunidad, la aplicación del “castigo maya” que imponen las autoridades indígenas puede consistir en prohibir que se venda alcohol al acusado, dar vueltas cargando con las piezas que se robaron a un automóvil, multarlo con el pago de una cantidad de quetzales para compensar el daño ocasionado o, la práctica más habitual, recibir unos azotes [xicayes] en la plaza pública con una vara de membrillo. En este castigo físico –que puede consistir en 9, 13 o 20 “xicayazos” – participarán diversos miembros de la comunidad, incluyendo a familiares de la víctima y del agresor [victimario] que, junto a los golpes, le reprenderán por su conducta con el fin de que muestre su arrepentimiento y promesa de no volver a actuar de ese modo.
La autogestión que desempeña la justicia indígena ofrece indudables ventajas: es más rápida, ágil y cercana que la vía judicial, con apenas formalidades; involucra no solo a las partes sino a toda la comunidad (entroncando con las propuestas de la justicia restaurativa); genera confianza porque respeta las tradiciones ancestrales; es menos costosa y descongestiona los asuntos que, de otra manera, habrían tenido que ser tramitados en los juzgados (y, según las estadísticas, las tasas de delincuencia son más bajas en aquellos municipios donde se aplica).
Pero tampoco podemos ignorar que siembra dudas y adolece de numerosos inconvenientes que afectan a las garantías procesales más básicas: aunque las alcaldías indígenas deberían abstenerse de resolver determinados delitos por razón de su gravedad, median en conflictos tan domésticos como el robo de una gallina y en casos de homicidios en los que el veredicto de culpabilidad se limita a condenar al agresor al pago de una multa de 100.000 quetzales (unos 12.000 euros) y a recibir 13 azotes –poniendo en duda la proporcionalidad de la pena– porque se juzgan todo tipo de conductas; no hay recursos ni posibilidad de acudir a una segunda instancia; los acusados, sean mayores de edad o menores, carecen de asistencia letrada (con su evidente indefensión); cada municipio falla de acuerdo con sus normas (no se han estandarizado ni existe una formalidad prescrita) y celebra el proceso en su propia lengua (que el acusado no tiene porqué entender); los miembros del tribunal actúan ad honorem [no cobran ningún sueldo pero pueden aceptar propinas y tampoco son determinados por las leyes, como los jueces, sino por elección popular cada tres años (en Europa, un periodo tan breve sembraría dudas sobre su imparcialidad)]; no se garantiza la independencia del juzgador con respecto a las partes en el asunto; las penas infamantes que se infligen son maltratos físicos (aunque estén prohibidos no solo por el Art. 19 de su Constitución sino por los derechos humanos reconocidos internacionalmente); y, como ha sucedido en algunas ocasiones, la multitud puede acabar tomándose la justicia por su mano y linchar al acusado hasta causarle la muerte (se han documentado más de medio centenar de casos entre 1996 y 2002).
Con independencia de cuál sea su legitimación o de plantearse la necesidad de que la Constitución de la República reconozca su función de forma expresa, lo que parece inevitable es que habría que establecer un marco legal para coordinar ambos sistemas judiciales (el Sistema de Justicia Oficial y el Sistema Jurídico de los Pueblos Indígenas), delimitando sus competencias; y ese objetivo sólo será posible con el compromiso del Estado y las comunidades indígenas.
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