
El padre de estos impuestos fue el economista británico Arthur Cecil Pigou y su concepto de la externalidad formulado en su obra Economía del bienestar (1920). De ahí que algunos autores también denominen a los impuestos ecológicos, impuestos pigouvianos.
La tributación medioambiental –tal y como hoy la conocemos– surgió a comienzos de la década de los 90 en diversos países escandinavos, preocupados por las emisiones a la atmósfera de dióxidos de carbono y de azufre. En 1993, la OCDE marcó unas líneas básicas sobre fiscalidad y medio ambiente de forma que, hoy en día, casi todos sus Estados miembros disponen de esta imposición ambiental como, por ejemplo, Bélgica, donde se introdujo aquel mismo año como un impuesto (...) que grava un producto despachado al consumo, por el daño ecológico que se estima que ocasiona; y en Estados Unidos, Australia o el resto de la Unión Europea, cuyos tratados y programas de acción han apostado decididamente por esta fiscalidad. Actualmente, el debate se está planteando en México, Colombia, Chile, Argentina y otros países iberoamericanos.
En España, junto a impuestos de ámbito nacional con trascendencia medioambiental –como los que gravan los hidrocarburos o la electricidad– la fiscalidad verde se ha centrado en las administraciones autonómica y local.
El Art. 156 CE establece el principio de autonomía financiera de las Comunidades Autónomas al señalar que éstas gozarán de autonomía financiera para el desarrollo y ejecución de sus competencias con arreglo a los principios de coordinación con la Hacienda estatal y de solidaridad entre todos los españoles. Entre los recursos que integran las haciendas autonómicas se encuentran tanto los tributos estatales cedidos (Sucesiones, Transmisiones Patrimoniales, etc.) como los tributos propios; ámbito donde casi todas las comunidades han creado una desigual suerte de cánones, impuestos, gravámenes, ecotasas y tarifas que gravan el uso del agua, los residuos, la emisión de gases, los vertidos, etc.
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