Paulo (Iulius Paulus) fue uno de los juristas romanos más importantes de su época, el siglo III d.C.; uno de los más prolíficos escribiendo, con más de 300 obras que, desafortunadamente, se han conservado sólo en fragmentos; y, junto a Ulpiano, el autor que más influyó en el contenido del Digesto del emperador Justiniano, en el siglo VI. En una de sus Sententiae –la 5, 17, 2– Paulo menciona cuáles son los tres mayores suplicios de su tiempo: Summa supplicia sunt: crux, crematio, decollatio; es decir, la crucifixión, la hoguera y la decapitación. Para otros delitos existían penas inferiores como el exilio (exilium) o lo que ahora llamaríamos servicios sociales (opus publicum).
En muchas culturas de la antigüedad (fenicios, griegos, cartagineses y romanos; al parecer, todos por influencia de los persas) se creía que los desertores, ladrones, bandidos, asesinos y traidores, debían sufrir no sólo un violento castigo físico sino también otro espiritual que afectara a su alma y a su fe en el más allá; por ese motivo, los crucificados –como luego ocurrió en el Renacimiento italiano con los ahorcados, que tratamos en un in albis anterior: los retratos de hombres infames– debían morir sin contacto con el suelo para que su espíritu no encontrara reposo tampoco en el infierno y tuvieran que vagar eternamente.
Este concepto lo encontramos en dos versículos del Deuteronomio –quinto libro del Pentateuco cristiano (que no deja de ser la Torá judía) y que forma parte del Antiguo Testamento– donde se dice que Si alguno hubiere cometido algún crimen digno de muerte, y lo hiciereis morir, y lo colgareis en un madero, no dejaréis que su cuerpo pase la noche sobre el madero; sin falta lo enterrarás el mismo día, porque maldito por Dios es el colgado; y no contaminarás tu tierra que Jehová tu Dios te da por heredad (Dt 21, 22-23). De ahí que otro autor romano, Tertuliano insistiera en esta idea al decir que scelestae quaeque animae inferis exulant (las almas de estos criminales –se refiere a los crucificados, quemados y decapitados– son expulsadas del infierno (De anima, LVI-8).
La crucifixión era más propia de los esclavos y de las clases bajas de la sociedad y rara vez se aplicaba a los ciudadanos romanos, salvo que éstos perdieran sus derechos civiles (por desertar, por ejemplo). En cuanto a la condena a ser quemado en una hoguera (vivicombustión) su origen se remonta a las XII Tablas y se aplicaba a los pirómanos que dolosamente prendían fuego a un silo de cereales (la diosa Ceres exigía el ojo por ojo). Por último, la decapitación se aplicó a muchos mártires de los primeros años del cristianismo, cortando la cabeza con una espada, por ejemplo, al papa Sixto II.
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