
Desde antiguo siempre ha existido la supersticiosa costumbre de perdonar la vida a aquel condenado a morir ahorcado que sobreviviera a la pena; lógicamente, esta tradición dio paso a la picaresca y cuando el reo pertenecía a la nobleza o a familias que tuvieran dinero, solían sobornar al verdugo para que éste preparase la cuerda con ciertos productos químicos de modo que, al soportar el peso del condenado, la soga se corroyera y acabara rompiéndose, oportunamente, librando al acusado de una muerte segura; porque, si se salvaba con el primer intento, no se repetía la ejecución.
Como escribió el historiador y antropólogo Julio Caro Baroja, al hablar de la inquisición, hasta el siglo XVIII (…) la gente acomodada (…) procuraba sobornar al verdugo, con el fin de lograr que la aplicación del castigo quedase reducido a un mero fingimiento. Desde entonces, aún decimos que se paga bajo cuerda –como lo define la RAE– al hacerlo reservadamente, por medios ocultos. A partir del siglo XVIII, la guillotina en Francia o el garrote vil en España e Iberoamérica, acabaron con aquellas horcas amañadas.
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