
Con ese fin reeducador, los tribunales para niños se establecieron en las capitales de provincia o en las sedes de partidos judiciales donde existieran instituciones protectoras de la infancia. El primero que empezó a funcionar fue el de Amurrio (Álava) en 1920 y el último que se creó, el de Segovia, en 1954. Los jueces podían ser personas ajenas a la carrera judicial siempre que se hubieran distinguido notablemente en el cuidado y protección de la juventud abandonada o delincuente, menor de 18 años. Su competencia también se extendía a conocer los delitos y faltas cometidos por los menores de 15 años pero, si de los hechos, resultaban cargos contra los padres, tutores o encargados de la custodia de los menores, tenían que remitir sus testimonios a la justicia ordinaria para que ésta depurase su posible responsabilidad civil o criminal.
El procedimiento para enjuiciar era muy similar a lo que hoy llamaríamos conciliación: no se sometía a ninguna regla de carácter procesal y tenía muy en cuenta las condiciones morales del menor, de su familia y de su entorno; asimismo, las sesiones se celebraban en locales aparte y a horas distintas de aquéllas en las que se celebraban los juicios, procurando que careciesen de toda solemnidad.
Finalmente, aquel proyecto se convirtió en Ley y se publicó en la Gaceta del 15 de agosto de 1918; desarrollándose mediante un extenso Reglamento de 13 de julio de 1919, con más de 150 artículos que incluso preveía la creación de un servicio estadístico para registrar los acuerdos definitivos de estos tribunales de niños.
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