Hace cuatro milenios, entorno al año 2095 a.C., las leyes del rey Ur-Namma proclamaron que si un hombre seguía a la esposa de un gurush –término con el que entonces se designaba a los varones jóvenes– por iniciativa de ella (y) yacía en su regazo, a esa mujer se le daba muerte (y) al hombre se le ponía en libertad [MOLINA, M. La ley más antigua. Textos legales sumerios. Barcelona: Trotta, 2000, pp. 69 y 91]. Aquella primera recopilación normativa escrita con caracteres cuneiformes sobre tablillas de arcilla también reguló la tradicional condena a sufrir la ordalía fluvial, con la que se castigaba a la esposa acusada de mancillar la honorabilidad de su marido, arrojándola al divino río para que el agua la purificase, pereciendo ahogada.
La severidad de los castigos que se imponía a las mujeres en la civilización mesopotámica contrasta con la práctica impunidad de los varones, que podían calumniar a la hija virgen de un hombre, afirmando que había mantenido relaciones sexuales con otro y, si lograba demostrarse que el acusador había mentido, tan sólo se le apercibía con pagar una multa de 10 gin de plata (equivalente a unos 83 gramos), de acuerdo con lo estipulado por las Leyes de Lipit-Ishtar que se dictaron entorno al año 1934 a.C.
Estos dos cuerpos legislativos, junto con las Leyes de Eshnunna, el Código de Hammurabi (autor del conocido ojo por ojo de la Ley del Talión), las normas asirias y neobabilónicas y las Leyes Hititas conforman los siete documentos legales más antiguos de la Humanidad y demuestran que la tradición de matar o mutilar a una mujer, acusándola de haber mancillado el honor de su marido o de la familia, tiene un origen tan ancestral como aquellos primitivos asentamientos humanos localizados entre los ríos Tigris y Éufrates, cuando el pueblo de Sumeria estableció las primeras ciudades de la Historia e inventó la escritura.
Aquella arcaica regulación positivizó un derecho consuetudinario donde la figura del padre tenía en sus manos, como ha señalado el profesor Sanmartín, un poder absoluto –de vida y muerte– sobre todos los miembros de la familia. De acuerdo con la estructura patriarcal, su autoridad era absoluta sobre su mujer, sus hijos y nueras y las hijas solteras o viudas y, en virtud de ella, el cabeza de familia podía condenar y ejecutar a su esposa si la sorprendía cometiendo adulterio, o venderla a ella y los hijos para saldar deudas [SANMARTÍN, J. y SERRANO, J. M. Historia antigua del Próximo Oriente. Mesopotamia y Egipto. Madrid: Akal, 1998, p. 76].
Hoy en día, es innegable que los crímenes de honor hunden sus raíces en una costumbre que se originó hace, al menos, 4.000 años y que responden a unos factores culturales –ajenos a la religión, como han reconocido las Naciones Unidas o el Consejo de Europa– que se invocan como excusa para no respetar el derecho a la vida, la dignidad, la integridad y la libertad de las mujeres.
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