miércoles, 25 de enero de 2023

Las implicaciones jurídicas de la ucronía «2440»

El jueves 20 de agosto de 1812, el editorial del periódico La Aurora de Chile se preguntaba: ¿Alguna vez un Congreso General Americano, una gran Dieta, no hará veces de centro? Eso está muy distante y será una de las maravillas del año de dos mil cuatrocientos cuarenta; pero yo no soy profeta. La América es muy vasta, y son muy diversos nuestros genios, para que toda ella reciba leyes de un solo cuerpo legislativo. Cuando más, pudiera formarse una reunión de plenipotenciarios para convenir en ciertos puntos indispensables, pero como los de mayor interés y necesidad son una protección recíproca, y la unidad del fin e intentos, y todo esto puede establecerse y lograrse por medio de enviados de gobierno a gobierno, no parece necesaria tal asamblea. Ella verdaderamente se presenta a la fantasía con un aspecto muy augusto, pero no pasará de fantasía. El Abad de San Pedro deseó cosas muy buenas, pero no se realizan los proyectos más útiles (...). Del mencionado proyecto europeísta del Abad Saint-Pierre ya hablamos en otra ocasión; ahora, por alusiones, conviene explicar esa referencia del año de dos mil cuatrocientos cuarenta y analizar algunas de sus implicaciones jurídicas.

Según el profesor de la Reza: (…) El futurista “año 2440” retoma el título de una ucronía célebre en su tiempo, escrita por el dramaturgo y político francés Louis-Sébastien Mercier y publicada en 1771. La obra narra las condiciones de vida en el París de ese año, donde prevalece la justicia y donde la organización política, social y económica es enteramente racional [1]. Mercier fue un prolífico periodista, escritor y diputado francés (París, 1740-1814) que publicó L'An 2440, rêve s'il en fut jamais en Londres, en 1771.


Para la profesora Sánchez-Mejía que ha prologado la edición en castellano de El año 2440: un sueño como no ha habido otro: (…) no es una utopía en el sentido estricto del término. No es un u-topos, un no lugar, sino que se desarrolla en un espacio muy definido: París. El año 2440 es más bien una ucronía, una visión del futuro en la que el espacio es reconocible pero fuera del tiempo o en un tiempo imaginado tan lejano que sólo el sueño puede concebirlo. Aunque existen algunos antecedentes El año 2440 es, además, la primera ucronía. Se pasa así del esquema de las islas felices que el náufrago encuentra por azar, siguiendo siempre el modelo de la Utopía de [Tomás] Moro, a un espacio concreto, situado en las calles y en las plazas por las que uno camina cada día. Esta precisión espacial implica ya una confianza en el futuro mayor que la expresada por el u-topos clásico, y recoge toda el ansia de cambios y la certeza de su pronta realización de toda la filosofía y la literatura de las Luces. Louis-Sébastien Mercier es, en este sentido, muy representativo de la mentalidad de su época, de la fe en el logro de un mundo [2].

Simplemente, el protagonista de esta obra se duerme en 1770 y despierta 670 años más tarde, descubriendo cómo es el mundo del siglo XXV, orientado por buenos consejos y buenas leyes: aprecio del mérito y no de las convenciones, austeridad y rechazo de la codicia y de la vanidad, respeto y solidaridad. Una de las cuestiones que aborda Mercier es uno de los temas continuamente debatidos en la época: la administración de justicia. La corte de leguleyos, sofistas de mala retórica y jueces corruptos ha desaparecido en el año 2440. Y con ellos la tortura, las mazmorras, el trato degradante a los reos y los castigos desproporcionados. También, y como podía esperarse, las famosas e ignominiosas «lettres de cachet», las «cartas selladas» que podían encarcelar a alguien de por vida sin ser nunca acusado de delito alguno, ni juzgado por ningún tribunal. En toda su propuesta, Mercier se hace eco del gran clamor por la reforma de la justicia que recorre todo el siglo, y que Cesare Beccaria había plasmado pocos años antes en su famosa obra “Los delitos y las penas”, publicada en 1764 (…). «Tenemos jurisprudencia, pero distinta de la vuestra, que era gótica y monstruosa», dice el acompañante del soñador parisino de Mercier, en alusión a las críticas que hace Beccaria a las leyes europeas, «envueltas en el fárrago voluminoso de libros preparados por oscuros intérpretes». (…) Para Mercier es el hombre, y no la sociedad, el responsable de sus delitos. También en una sociedad donde reina la justicia y la razón puede haber malhechores que sólo la inmediatez de la muerte parece poder reformar en el último momento [2].


A lo largo de sus XLIV capítulos, Mercier incorpora numerosas referencias jurídicas; por ejemplo [3], dedica el XV a la teología y la jurisprudencia, señalando que, en el futuro: (…) Los asuntos se enjuician del mejor modo del mundo. Hemos conservado la clase de abogados que conoce toda la nobleza y excelencia de su institución. Al ser más desinteresados son más respetables. Son ellos quienes se encargan de exponer claramente, y sobre todo con un estilo lacónico, la causa del oprimido y todo sin énfasis y sin declamación. (…) El malvado, cuya causa es injusta, no encuentra en estos hombres íntegros más que hombres incorruptibles que responden con su honor de las causas que defienden. Y añade: Hemos prohibido vuestros interrogatorios capciosos, dignos de un tribunal de la inquisición y también vuestros horribles suplicios, hechos para un pueblo de caníbales. No condenamos a muerte al ladrón porque es una injusticia inhumana matar a quien no ha dado la muerte: todo el oro de la tierra no vale la vida de un hombre. Lo castigamos con la pérdida de la libertad. Raramente corre la sangre pero, cuando es obligado verterla para escarmiento de los malvados (…).

Asimismo, en el capítulo XXXVI defiende una forma de gobierno que, en el siglo XXV, no es monárquico, ni democrático, ni aristocrático sino que es razonable y hecho para todos los hombres. A continuación, en el XXXVIII defiende que: (…) La ley ha unido a los hombres tanto como ha podido y en lugar de crear distinciones injuriosas que no han engendrado nunca más que el orgullo de un lado y el odio del otro, ha preferido romper todo lo que podía dividir a los hijos de una misma madre. (…) cuando los dos cónyuges lo solicitan a la vez, la incompatibilidad de caracteres basta para romper el vínculo. Uno se casa para ser feliz; es un contrato en el que el fin debe ser la paz y los cuidados mutuos. No somos tan insensatos para retener por la fuerza dos corazones que se alejan (…). El divorcio es el único remedio conveniente porque devuelve al menos a la sociedad dos personas que se han perdido la una para la otra.

Por citar dos últimas reflexiones Mercier dedica el capítulo XXXIX a los impuestos del futuro, basados en la máxima de que los tributos no son obligados sino que se fundan en la equidad y la recta razón. A los malos ciudadanos que no tributan la sociedad los cubre de un oprobio eterno y los miran como a los ladrones; e imagina –capítulo XL– la integración del Nuevo Mundo, donde cada parte de América forma un reino separado, aunque reunido bajo un mismo espíritu de legislación (enlazando con el editorial periódico La Aurora de Chile de 1812 con el que comenzamos).

Citas: [1] DE LA REZA, G. A. “Los proyectos confederales de Juan Egaña y la genealogía de un prejuicio”. En: Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, 2017, nº 37, p. 467. [2] SÁNCHEZ-MEJÍA, Mª. L. “Estudio preliminar”. En: MERCIER, L.-S. El año 2440: un sueño como no ha habido otro. Madrid: Akal, 2016, pp. 6, 7, 19 y 20. [3] MERCIER, L.-S. El año 2440: un sueño como no ha habido otro. Madrid: Akal, 2016, pp. 99, 100, 249, 271, 282 y 283. Pinacografía: François Bonneville | Retrato de Louis-Sébastien Mercier (1797).

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