El Art. 1 de Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes –de 10 de diciembre de 1984– la define como todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia. No se considerarán torturas los dolores o sufrimientos que sean consecuencia únicamente de sanciones legítimas, o que sean inherentes o incidentales a éstas.
En esa misma línea, una segunda definición del concepto de tortura procede del Art. 7.2º.e) del Estatuto de la Corte Penal Internacional de 1998: se entenderá causar intencionalmente dolor o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, a una persona que el acusado tenga bajo su custodia o control; sin embargo, no se entenderá por tortura el dolor o los sufrimientos que se deriven únicamente de sanciones lícitas o que sean consecuencia normal o fortuita de ellas. El Art. Art. 7.1º.f) de este mismo Estatuto incluye la tortura dentro de los crímenes de lesa humanidad (uno de los cuatro supuestos que son competencia de este tribunal, junto al genocidio, los crímenes de guerra y el de agresión).
Ambas definiciones coinciden en la intencionalidad y la gravedad de los actos físicos o mentales que se infligen –más allá de los que sean inherentes a una sanción lícita– pero se diferencian en que la Convención de la ONU requiere un propósito (un listado de fines que tampoco debe entenderse de manera exhaustiva) mientras que el Estatuto de la CPI no requiere ese mismo ánimo ni tampoco menciona la intervención de funcionarios públicos sino que establece una responsabilidad personal, de quien tenga al acusado bajo su custodia o control, en lugar de una responsabilidad del Estado.
En el ámbito regional europeo, contamos con el Art. 3 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, de 1950 (Nadie podrá ser sometido a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes) desarrollado por el Convenio Europeo para la Prevención de la Tortura y de las Penas o Tratos Inhumanos o Degradantes, de 1987; y con el Art. 4 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (con la misma redacción); pero ninguno de estos instrumentos jurídicos la definió.
Gracias a la abundante jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos se ha configurado el criterio para distinguir entre la tortura y cualquier otro trato inhumano o degradante; al atribuirle a ésta un estigma especial por infligir deliberadamente un trato inhumano que causa un sufrimiento muy grave y cruel; es decir, que, según la intensidad de la gravedad, la tortura sería la forma más agravada de los tratos inhumanos.
En la Unión Europea, la prohibición de la tortura tiene carácter absoluto; no admite ninguna excepción ni restricción, ni aun en tiempo de guerra o de emergencia nacional; es intangible al ser humano, con efectos erga omnes, independiente del comportamiento de la víctima (incluso en las circunstancias más difíciles, como la lucha contra el terrorismo y el crimen organizado) y siendo irrelevante, en este caso, la naturaleza del hecho que, supuestamente, haya cometido. De este modo, se consagra como uno de los valores fundamentales de las sociedades democráticas.
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