Descubrir aquello que, cuidadosamente, se tiene reservado y oculto ha sido una práctica tan proscrita desde la más remota antigüedad que, ya en el siglo II, uno de los libros que componen el Antiguo Testamento de la Biblia, el Eclesiástico, se refería a la revelación de secretos en el capítulo sobre la discreción en el hablar, de forma tan poética como divulgativa: El que revela los secretos hace que le pierdan la confianza y no encontrará jamás un amigo íntimo. Sé afectuoso y confiado con tu amigo, pero si has revelado sus secretos, no corras tras él, porque como el asesino destruye a su víctima, así has destruido la amistad de tu prójimo: como un pájaro que has dejado escapar de tu mano, así has perdido a tu amigo, y ya no lo recobrarás. No corras detrás de él, porque está muy lejos, huyó como una gacela de la red. Porque una herida puede ser vendada, y para la injuria puede haber reconciliación, pero el que revela los secretos nada puede esperar [Eclo. 27, 16-21].
En el ámbito profesional y desde un punto de vista punitivo, hoy en día, el Art. 199 del Código Penal español de 1995 establece que El que revelare secretos ajenos, de los que tenga conocimiento por razón de su oficio o sus relaciones laborales, será castigado con la pena de prisión de uno a tres años y multa de seis a doce meses; asimismo, el segundo apartado de ese precepto tipifica que El profesional que, con incumplimiento de su obligación de sigilo o reserva, divulgue los secretos de otra persona, será castigado con la pena de prisión de uno a cuatro años, multa de doce a veinticuatro meses e inhabilitación especial para dicha profesión por tiempo de dos a seis años.
La actual regulación de este delito tuvo su antecedente normativo en diversos preceptos del primer Código Penal de España de 1822. En aquel entonces, el Art. 423 tipificó que cualquier abogado, defensor ó procurador en juicio, que descubra los secretos de su defendido á la parte contraria, ó que despues de haberse encargado de defender á la una, y enterádose de sus pretensiones y medios de defensa, la abandone, y defienda á la otra, ó que de cualquier otro modo á sabiendas perjudique á su defendido para favorecer al contrario, ó sacar alguna utilidad personal, será infame por el mismo hecho, sufrirá una reclusion de cuatro á ocho años, y pagará una multa de cincuenta á cuatrocientos duros, sin poder ejercer mas aquel oficio. Si resultare soborno, el sobornador será castigado con un arresto de cuatro á diez y ocho meses. A continuación, el Art. 424 amplió esta prohibición a otros ámbitos, más allá de la esfera jurídica: Los eclesiásticos, abogados, médicos, cirujanos, boticarios, barberos, comadrones, matronas ó cualesquiera otros, que habiéndoseles confiado un secreto por razon de su estado, empleo ó profesion, lo revelen, fuera de los casos en que la ley lo prescriba, sufrirán un arresto de dos meses á un año, y pagarán una multa de treinta á cien duros. Si la revelacion fuere de secreto que pueda causar á la persona que lo confió alguna responsabilidad criminal, alguna deshonra, odiosidad, mala nota ó desprecio en la opinion pública, sufrirá el reo, ademas de la multa espresada, una reclusion de uno á seis años. Si se probare soborno, se impondrá ademas la pena de infamia al sobornado, y no podrá volver á ejercer aquella profesion ú oficio: el sobornador sufrirá un arresto de un mes á un año.
Aquella regulación española –que se mantuvo en el posterior Código de 1848 pero se despenalizó en el de 1870– se inspiró casi literalmente en el Art. 378 del Código Penal francés de 1810, aunque nuestro legislador duplicó las penas previstas por el Gobierno de París: prisión de uno a seis meses y multa que podía llegar a los 500 francos.
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