Cuando la generación de nuestros padres y abuelos nos repetía que, en su época, los electrodomésticos eran mejores porque duraban más y se estropeaban menos... resulta que tenían razón. Dos dictámenes del Comité Económico y Social Europeo –el órgano consultivo de la Unión Europea que, de acuerdo con el Art. 304 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE) podrá tomar la iniciativa de emitir un dictamen cuando lo juzgue oportuno– se han planteado este debate que ya no es ciencia [jurídica] ficción. En el dictamen de iniciativa sobre Consumo colaborativo o participativo: un modelo de sostenibilidad para el siglo XXI, que se aprobó el 21 de enero de 2014, instó a la Comisión Europea para que adoptase las medidas pertinentes de protección de consumidor y desarrollara una serie de iniciativas que le propuso, entre las que destaca, desde el punto de vista jurídico, la definición del entorno legal y fiscal de las actividades comprendidas en el consumo colaborativo o participativo ordenando y regulando, en su caso, aspectos tales como la responsabilidad legal, el aseguramiento, derechos de uso, derechos contra la obsolescencia programada, las tasas de propiedad, los estándares de calidad, la determinación de derechos y deberes, y en su caso la eliminación de las posibles restricciones y obstáculos encubiertos al comercio intracomunitario y la posible distorsión de legislaciones. En ese contexto, el CESE definió la obsolescencia programada como la programación del fin de la vida útil de un producto o servicio, de modo que en su diseño se acorta la duración de su capacidad real de funcionalidad o utilidad.
Unos meses antes, el Comité consultivo ya había dedicado el contenido íntegro de otro interesante dictamen de iniciativa a este mismo tema: Por un consumo más sostenible: la duración de la vida de los productos industriales y la información al consumidor para recuperar la confianza, que fue aprobado el 17 de octubre de 2013, donde abogó por la prohibición total de los productos cuyos defectos se calculan para provocar el fin de la vida útil del aparato. Estos casos, contados pero flagrantes, como el repercutido por los medios de comunicación de determinadas impresoras concebidas para dejar de funcionar al cabo de un cierto número de utilizaciones, no pueden sino provocar en los ciudadanos desconfianza respecto de las empresas.
Su dictamen parte de una idea básica: El CESE considera útil establecer un sistema que garantice una duración de vida mínima de los productos adquiridos [porque] actualmente no existen otras legislaciones sobre la duración de la vida de los productos ni normas europeas que permitan evaluarla. Considera que la obsolescencia programada es una cuestión preocupante por diversas razones: dado que disminuye la duración de la vida de los productos de consumo, hace que aumente el consumo de recursos así como la cantidad de residuos que hay que procesar al final de la vida de los productos [y] se emplea para estimular las ventas y sostener el crecimiento económico al crear necesidades incesantes y circunstancias deliberadas que impiden la reparación de los bienes de consumo.
El dictamen diferencia entre cuatro grandes tipos de obsolescencia –programada, indirecta, incompatible y psicológica– y explica las razones –medioambientales, sociales, sanitarias, culturales y económicas– por las cuales la Unión Europea tiene que abordar la cuestión de la obsolescencia programada, teniendo en cuenta que según determinados estudios, la duración de vida media de los electrodomésticos es de seis a ocho años, mientras que hace veinte años oscilaba entre diez y doce años; lo cual afecta a los derechos de los consumidores frente a las averías prematuras o la imposibilidad de efectuar una reparación (cita, como ejemplo: las tabletas electrónicas cuyas baterías están soldadas a la carcasa del aparato para evitar cualquier reparación y obligar a comprar una nueva). De ahí que se solicite un etiquetado sobre la duración de vida o el número de utilizaciones de los productos.
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