miércoles, 18 de abril de 2012

La reciprocidad mal entendida

En febrero de 2011, la Audiencia Nacional española rechazó extraditar a un estafador a Venezuela porque el poder judicial de este país sudamericano se demoraba injustificadamente a la hora de conceder la extradición de un etarra que Madrid llevaba tiempo reclamando a Caracas. En Derecho Internacional, el principio de reciprocidad opera así de sencillo: hoy por ti, mañana por mí; te doy si me das… y, de esta forma, los Estados se rascan mutuamente la espalda. Es una cuestión de respeto y confianza.

El problema es que este principio suele tergiversarse fuera de contexto; sobre todo, en el ámbito de la libertad religiosa, donde es fácil caer en la tentación de invocar la reciprocidad para recordar, por ejemplo, que en muchos de los Estados que profesan mayoritariamente el Islam, los fieles de otras creencias ni pueden ejercitar su libertad religiosa ni exigir un trato de igualdad porque allí, los dimmíes –nombre que reciben las gentes del libro (como los cristianos y judíos) que permanecen en lugares donde rige la ley islámica (charía)– carecen de los mismos derechos que los musulmanes y se encuentran en inferioridad jurídica con respecto el resto de la población. Ese argumento es cierto, así sucede, pero recurrir a la reciprocidad, en ese caso, es un error.

Primero porque no se puede generalizar; sólo hay que comparar la situación en que viven los cristianos en Jordania, Líbano o Turquía con los que residen en Arabia Saudí para comprender que su régimen va a depender de múltiples factores y variables locales. Y, segundo, y más importante, la reciprocidad es una regla de Derecho Internacional que se aplica entre Estados –como en el ejemplo de Venezuela y España con el que comenzábamos este in albisno entre éstos y los ciudadanos que proceden de otras naciones; de ahí que su legitimidad se base en el respeto mutuo y la cooperación interestatal.

Quienes emigran a otro país no deben pagar los platos rotos por sus Gobiernos de origen porque la atribución de responsabilidades corresponde a sus gobernantes, no a los gobernados (parafraseando la distinción que realizó el jurista francés Léon Duguit). De hecho, la propia Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó en 2001 [Art. 50.1.b) de la Resolución A/RES/56/83, de 12 de diciembre, sobre la responsabilidad de los Estados por hechos internacionalmente ilícitos] que ningún Estado puede adoptar contramedidas que afecten a las obligaciones establecidas para la protección de los derechos humanos fundamentales.

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