Aunque Charles Lindbergh se hizo famoso en 1927 por cruzar el Océano Atlántico, de Nueva York a París, volando en solitario y sin hacer escalas, a bordo del Espíritu de San Luis; cinco años más tarde, el célebre aviador estadounidense volvió a ocupar las portadas de todos los medios de comunicación porque alguien secuestró a su hijo –Charles August Lindbergh, Jr., de apenas 20 meses– del segundo piso de la vivienda familiar situada en Hopewell (Nueva Jersey, Estados Unidos) mientras él y su esposa, Anne Morrow, se encontraban en la casa junto a la niñera, Betty Gow. Fue ella quien se dio cuenta, en torno a las 10 de la noche del 1 de marzo de 1932, de que el primogénito del matrimonio no estaba en su cuna, bajó a preguntar a los Lindbergh si ellos se habían llevado al niño y, como ninguno lo había vuelto a ver desde que lo acostaron, revisaron cada una de las habitaciones hasta que, al final, encontraron una nota en el alféizar del dormitorio infantil reclamándoles el pago de 50.000 dólares a cambio de devolverles al pequeño. Aquél fue el primero de los nueve rescates que recibieron hasta que el 12 de mayo, un camionero llamado William Allen encontró, por casualidad, el cuerpo sin vida del pequeño –a menos de cinco millas de la casa– con un fuerte traumatismo en la cabeza y en avanzado estado de descomposición. La repercusión mediática de aquel crimen alcanzó tal proporción que incluso el Gobierno de Washington tuvo que intervenir para aprobar la denominada Federal Kidnapping Act [coloquialmente, Lindbergh Law], de 1932; la ley que tipificó el secuestro de menores como delito federal.
La "mugshot" (foto policial) de Bruno Richard Hauptmann |
El acusado del infanticidio fue un carpintero de origen alemán, Bruno Richard Hauptmann que, a pesar de que siempre proclamó su inocencia, fue juzgado y condenado a morir ejecutado en la silla eléctrica, en 1936.
Hoy en día, mientras aún se cuestiona tanto la investigación policial como las garantías procesales de aquel juicio, el secuestro del bebé de los Lindbergh todavía se recuerda porque, por primera vez, la acusación recurrió al peritaje de un experto en botánica para demostrar la culpabilidad del acusado.
Arthur Koehler, que trabajaba para el servicio forestal del Ministerio de Agricultura, demostró, fuera de toda duda, que la madera con la que se había fabricado la escalera que se apoyó en la fachada para subir al cuarto del niño –y cuyos restos, se encontraron, partidos, al pie de la ventana (bajando con el niño en brazos, se rompió un travesaño, el secuestrador perdió el equilibrio y cayó al suelo, desnucándose el bebé)– coincidía con la misma especie vegetal de los tablones que se encontraron en la carpintería de Hauptmann; y que el patrón de los cortes efectuados por la sierra también se correspondía con los que dejaban las herramientas que el acusado poseía en su taller. Aquellas pruebas aportadas por la botánica forense resultaron decisivas para inculpar al asesino, junto a la evidencia de los certificados de oro que la familia entregó para hacer frente al primer rescate, valorados en 15.000 dólares, y que se hallaron en casa del sospechoso [la policía le siguió la pista por haber pagado 10$, en una gasolinera de Nueva York, con uno de esos poco habituales certificados que estaban numerados y fuera de circulación].
Desde aquel juicio, esta joven disciplina científica se ha convertido en otra de las técnicas que se emplean para investigar la comisión de un delito; en este caso, cuando los hechos están vinculados con el mundo vegetal.
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