Hace un siglo, la Gaceta de Madrid (precedente histórico del actual BOE) nº 344, de 10 de diciembre de 1918, publicó el Real decreto relativo a la creación de una Comisión encargada de estudiar, desde el punto de vista de los intereses y conveniencias nacionales, la eventual constitución de una Sociedad de las Naciones y la participación de España en la misma, en su plena soberanía. Su exposición de motivos afirmaba que: La guerra que al fin termina [se refiere a la I Guerra Mundial (1914-1918)], entre dolores y miserias, ha concretado un nobilísimo ideal: el de la formación de la Sociedad de las Naciones. Encierra este concepto aspiración tan excelsa, que los más la reputaron hasta ahora inasequible por sobrehumana; la de hacer perdurable la paz entre los diversos Estados reemplazando en la resolución de los conflictos la fuerza por el derecho y asentando como supremas normas de la vida internacional la libertad de los pueblos y la justicia en sus relaciones.
A continuación, el Ministro del Estado y conde de Romanones, Álvaro Figueroa, destacaba que España, para honor suyo, no ha permanecido indiferente é insensible á la percepción de ese ideal; y que, por ese motivo, nuestro país quiere ser obrero eficaz en ese concierto de pueblos que se disponen á construir un mundo moral mejor que el presente, para legarlo á las generaciones venideras.
Sin embargo, el propio legislador español reconoció que el problema de la incorporación de España á una nueva organización de las relaciones entre los diversos Estados, plantea una serie de cuestiones de la más alta importancia en los órdenes jurídico, político, económico, militar, social, y en general en toda la esfera del derecho público.
Por ejemplo, la redacción del Art. 16.1 del Pacto de la Sociedad de las Naciones que se adoptó unos meses más tarde en el Tratado de Versalles, del 28 de junio de 1919, disponía que: Si un miembro de la sociedad recurre a la guerra, contrariamente a los compromisos contraídos en los artículos 12, 13 ó 15, es “ipso facto” considerado como habiendo cometido un acto de guerra contra todos los demás miembros de la sociedad. Estos se comprometen a romper inmediatamente con él todas las relaciones comerciales o financieras, a prohibir todas las relaciones entre sus nacionales y los del Estado en ruptura del Pacto y a hacer cesar todas las comunicaciones financieras, comerciales o personales entre los nacionales de este Estado y los de cualquier otro Estado, miembro o no de la sociedad. Un compromiso que, en el caso español, colisionaba con la política de neutralidad que nos caracterizó durante la Gran Guerra.
Para resolver éste y otros problemas de diversa índole –pero siendo conscientes de que no hemos (…) adquirido compromiso alguno, y nuestra libertad de acción permanece íntegra– el mencionado Real decreto de 10 de diciembre de 1918 creó una comisión consultiva para estudiar la eventual constitución de una Sociedad de las Naciones y la participación de España en la misma, en su plena soberanía; integrada por siete vocales.
Esas siete personas se nombraron mediante un nuevo Real decreto que se publicó en la Gaceta nº 10, de 10 de enero de 1919; y su trabajo se desarrolló durante aquel año, al mismo tiempo que avanzaban las negociaciones del tratado de paz, dando como resultado la Ley autorizando al Gobierno para dar su adhesión al pacto de Sociedad de las Naciones, inserto en el Tratado de Versalles, entre las Potencias aliadas y asociadas y Alemania, y a aceptar asimismo las estipulaciones de la parte décimotercera de dicho Tratado, relativas a la organización del trabajo [en referencia a la OIT]. Esta norma se publicó en la Gaceta nº 228, de 16 de agosto de 1919.
Palacio Wilson (Ginebra | Suiza); primera sede de la Sociedad de Naciones |
De este modo, el 10 de enero de 1920, España se convirtió en Estado miembro de la Liga e incluso, a propuesta del presidente de EE.UU., Woodrow Wilson, ocupó un asiento provisional en su Consejo junto a las potencias vencedoras del conflicto en un cuarteto integrado también por Bélgica, Grecia y Brasil (Art. 4.1 del Tratado) que motivó las reticencias de Portugal (el gobierno de Lisboa argumentaba que de qué sirvió su beligerancia mientras que Madrid fue neutral si, aun así, se nos premiaba). El ingeniero de minas coruñés, Salvador de Madariaga (1886-1978), un gran europeísta que llegó a desempeñar diversos cargos en la secretaría de la Sociedad de Naciones, cuenta en su ensayo de historia contemporánea titulado España como al estallar la paz en 1918, el conde de Romanones fue a París, vio a Wilson y regresó con un puesto para España en el Consejo de la Sociedad de Naciones [1].
En los años posteriores, las pretensiones de España y Brasil por lograr un asiento permanente dieron lugar a un singular conflicto político –muy bien narrado por el profesor Bruno Ayllón en su artículo España en la Sociedad de Naciones (1918-1931): neutralidad, aislamiento y política exterior [*]– que acabó con la admisión de Alemania en la Sociedad, en 1926; la retirada de Brasil y un amago de pataleo por parte de España que aunque anunció su salida el 8 de septiembre de aquel mismo año, nunca llegó a hacerla efectiva ante su Secretaría Permanente.
Cita: [1] DE MADARIAGA, S. España. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 7ª ed., 1964, p. 309.
Cita: [1] DE MADARIAGA, S. España. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 7ª ed., 1964, p. 309.
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