El Art. 7 de la Constitución Española de 1978 (CE) establece que Los sindicatos de trabajadores y las asociaciones empresariales contribuyen a la defensa y promoción de los intereses económicos y sociales que les son propios. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos. Los redactores de nuestra ley fundamental otorgaron a los sindicatos un papel fundamental como pilar de la vida económica y social del Estado; por ese motivo, a continuación, el Art. 28.1 CE proclama el derecho fundamental a sindicarse libremente; y se alude a ellos, indirectamente, en otros tres preceptos constitucionales: los Arts. 37.1 (negociación colectiva y conflictos laborales), 129 (participación en la empresa y en los organismos públicos) y 131.2 (asesoramiento y colaboración de los sindicatos en la planificación de la actividad económica).
Como recuerda el segundo fundamento jurídico [FJ] de la sentencia 8/2015, de 22 de enero, del Tribunal Constitucional: Es preciso destacar la singular posición que dentro de nuestro sistema de relaciones laborales ocupa el “sindicato”. (…) Su especial ubicación en el texto fundamental realza la consideración del “sindicato” como uno de los soportes institucionales básicos de la sociedad para la defensa, protección y promoción de los intereses colectivos de los trabajadores. Así lo ha entendido, además, este Tribunal en numerosas ocasiones en las que no ha dudado en considerar a los “sindicatos”, no sólo como “piezas económicas y sociales indispensables para la defensa y promoción” de los intereses de los trabajadores (STC 70/1982, de 29 de noviembre, FJ 5), sino, lo que es más importante, como “organismos básicos del sistema político” (STC 11/1981, de 8 de abril, FJ 11), como “formaciones sociales con relevancia constitucional” (STC 18/1984, de 7 de febrero, FJ 3), y, en definitiva, como una “institución esencial del sistema constitucional español” (STC 101/1996, de 11 de junio, FJ 3).
En el ámbito internacional, el derecho a fundar sindicatos y a sindicarse para la defensa de sus intereses se ha proclamado –entre otros instrumentos– en el Art. 23 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948; los convenios de la OIT sobre la libertad sindical y la protección del derecho de sindicació (C087, de 1948) y sobre el derecho de sindicación y de negociación colectiva (C098, de 1949); el Art. 11 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales de Roma de 1950; el Art. 5 de la de la Carta Social Europea, de 1961; el Art. 22 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de 1966; el Art. 11 de la Carta Comunitaria de los Derechos Sociales, de 1989; o el Art. 12 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, de 2000.
Este es su marco jurídico actual pero, ¿cuál fue el origen de los sindicatos?
Partiendo de la idea de que el movimiento sindicalista inglés es el más antiguo del mundo, la experta Elizabeth Gard afirma que: Aunque los sindicatos tal como los conocemos hoy día no aparecieron hasta finales de la década de 1860, cuando Inglaterra ya se había convertido en el país con la industria más desarrollada del mundo, sus orígenes se remontan, por lo menos, a cien años antes [GARD, E. Los sindicatos ingleses. Madrid: Akal, 1994, p. 4].
Poco antes de que estallara el movimiento ludista, los trabajadores ingleses comenzaron a reivindicar a los empresarios ciertas mejoras en sus condiciones laborales. Para lograr ese objetivo, los obreros se unieron en “agrupaciones” –germen del sindicalismo– que, a finales del siglo XVIII, habían adquirido tanta importancia que el Gobierno de Londres terminó por ilegalizarlas en las Combination Acts, de 1799 y 1800, al considerar que su actividad sindical constituía una amenaza. Estas dos leyes británicas tipificaron la agrupación de trabajadores que se hubieran unido para lograr un incremento de los salarios o una reducción de la jornada de trabajo, condenándoles a dos meses de trabajos forzosos o a tres meses de reclusión; así como multas para quienes les apoyaran económicamente. Esta reacción gubernamental se produjo en un contexto social muy represivo, por miedo a que los aires revolucionarios franceses cruzaran el Canal de la Mancha.
Para sortear la prohibición de unirse, los trabajadores disfrazaron las agrupaciones como sociedades de amigos sin intereses laborales y se hicieron cada vez más fuertes; de modo que, en 1824, por iniciativa del sastre Francis Place (1771-1854), se logró convencer al Parlamento de Westminter para derogar las Combination Acts; pero el resultado no fue el previsto y se produjo una fuerte contestación social, por lo que Londres restauró aquellas normas en 1825 aunque de forma menos severa: se permitían las reivindicaciones siempre que no se intimidara a los empresarios. Antes de que finalizara aquella década, un hilandero de Mánchester llamado John Doherty (1798-1854) creó la General Union of Cotton Spinners y la National Association for the Protection of Labour, en 1830. Ambas organizaciones sindicales tuvieron escaso recorrido pero inspiraron al empresario Robert Owen (1771-1858) para fundar el Grand National Consolidated Trades Union, en 1834. Una de las agrupaciones que trató de unirse al GNCTU fueron los delegados de la Friendly Society of Agricultural Labourers procedentes de una pequeña localidad del condado de Dorset llamada Tolpuddle. Dos de sus líderes, los hermanos George y John Loveless, y otros cuatro jornaleros fueron detenidos y condenados al destierro en la colonia penal de Australia pero, la presión sindical logró que en 1836, tras organizar una gran manifestación en Londres, se indultara a los Tolpuddle Martyrs; sin embargo, tras aquel éxito, las continuas desavenencias entre Owen y Doherty acabaron por poner fin a estos primeros pasos del sindicalismo que se caracterizaron por su carácter efímero.
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