A mediados del siglo XIX, los delincuentes de algunas ciudades de Argentina y Uruguay situadas junto al Río de la Plata -especialmente, en los arrabales de Buenos Aires- crearon una jerga que mezclaba algunas palabras que llevaron los inmigrantes europeos (en italiano, occitano, francés, inglés, etc.) con otras de origen guaraní, mapuche y quechua que dio lugar a una curiosa forma de expresión con la que pretendían evitar a los botones o chafos (policías). Así nació el argot propio de los lunfardos (maleantes) que, con el tiempo, acabó extendiéndose al habla cotidiana -con palabras como afanar (robar), cantar (confesar), balandra (delincuente), batir (delatar), malandrín (delincuente), atorrante (sinvergüenza), palmar (morir), curda (borrachera), chaira (afilador), coco (cabeza) o dar la boleta (matar)- gracias a las populares letras del tango que -como aquél modo de hablar- surgió hacia 1870 entre las gentes del malevaje (mal vivir).
Su primer vocabulario se publicó en 1878 en el periódico La Prensa, bajo el título El dialecto de los ladrones y, actualmente, cuenta con su propia Academia Porteña del Lunfardo para que no se pierda ese legado cultural que, hoy en día, es un lenguaje coloquial en las calles bonaerenses: el lunfardismo.
Al parecer, el término lunfardo procede del gentilicio lombardo (de Lombardia) con el que los inmigrantes italianos que llegaron a Sudamérica denominaban, despectivamente, a los ladrones y matones. A su lado, surgió otra curiosa modalidad, el llamado vesre, con el que se hablaba al revés, alternando el orden habitual de las sílabas, de forma que el tango pasó a ser el gotán.
Este curioso vocabulario ha logrado sobrevivir más de cien años porque -como dice la letra del Cambalache- (...) siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos (...) y el que no llora no mama y el que no afana es un gil.
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