Las bodas de Fígaro, de W. A. Mozart, es una de las mejores óperas de todos los tiempos; se estrenó –con poco éxito, por cierto– el 1 de mayo de 1786 en Viena y entre los personajes que dan vida a este divertido enredo –basado en la obra de Beaumarchais y, paradojas de la vida, continuación argumental de El barbero de Sevilla, compuesto por Gioacchino Rossini unos veinte años más tarde– figura el tutor de Rosina, don Bártolo, que representa la imagen peyorativa que se tenía de los abogados en el siglo XVIII como individuos pedantes y estirados. ¿Cuál fue el origen de ese ingrato estereotipo?
El culpable fue Bártolo –ó Bártulo, según se traduzca del italiano– de Sassoferrato; un famoso abogado, profesor y consiliario (asesor) que nació en una familia de agricultores de la comarca de Sassoferrato (Las Marcas, Italia) en 1313 y murió en la ciudad de Perugia, en 1357. En sus 44 años de existencia, aquel niño precoz que empezó a estudiar leyes con tan sólo 14, demostró muy pronto sus extensos y profundos conocimientos jurídicos al comentar gran parte del Corpus Iuris Civilis, contribuyendo a la difusión de la cultura jurídica romana; estableció un sistema para solucionar los frecuentes conflictos entre las ciudades-estado italianas sobre qué norma debían aplicar para resolver sus controversias, algo muy habitual en aquel tiempo; resolvió numerosos pleitos entre particulares y, por orden del emperador Carlos IV, fue uno de los jurisconsultos encargados de redactar la Bula de Oro, el conjunto de reglas por las que decidían los Príncipes Electores quién debía ser el nuevo emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
Como jurista, sus obras ejercieron una gran influencia en el Derecho europeo durante toda la baja Edad Media –la llamada auctoritas Bartoli– especialmente en Portugal y España; aunque, con el tiempo, sus vastos conocimientos le asociaron, irremediablemente, al papel de erudito contra el que arremetieron los humanistas y las nuevas escuelas jurídicas por basarse sólo en los comentarios de las glosas y no en los propios textos legales, fragmentando en particularismos la unidad del Derecho Civil romano. De esta forma, se fue conformando el cliché de don Bártolo como pedante picapleitos.
Curiosamente, el jurista de Sassoferrato también nos aportó –aunque fuera sin quererlo– una locución que aún perdura hoy en día. Se cuenta que cuando Bártolo impartía sus clases de Derecho en las Universidades de Pisa y Perugia siempre llegaba cargado con unos voluminosos apuntes y que, cuando terminaba cada lección, antes de marcharse, los ataba de nuevo con una correa. Desde entonces, todavía decimos que liamos nuestros bártulos.
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