El Art. 137 de la Constitución Española de 1978 establece que el Estado se organiza territorialmente en municipios, provincias y comunidades autónomas y que estas tres entidades gozan de autonomía para la gestión de sus respectivos intereses, como vuelve a garantizar, posteriormente, el Art. 140 CE. Siete años más tarde se aprobó la normativa básica del ámbito más próximo a los ciudadanos: la Ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora de las Bases del Régimen Local (LrBRL), cuyo rapidísimo bosquejo inicial –hay que reconocer que su preámbulo es uno de los más literarios, históricos y didácticos de nuestro ordenamiento– concluyó afirmando que el advenimiento del Estado democrático y autonómico exige consolidar de forma definitiva unas instituciones locales capaces de responsabilizarse de sus propios intereses y vivificadoras de todo el tejido del Estado.
Entre las competencias previstas por esta norma, el Art. 25 LrBRL estableció que, para la gestión de sus intereses y en el ámbito de sus competencias, los municipios pueden promover toda clase de actividades y prestar cuantos servicios públicos contribuyan a satisfacer las necesidades y aspiraciones de la comunidad vecinal en materias como la seguridad en lugares públicos, la ordenación del tráfico de vehículos y personas en las vías urbanas o la protección civil; asimismo, el Art. 84 LrBRL previó que las Entidades locales podrán intervenir la actividad de los ciudadanos a través de los siguientes medios (…) a) Ordenanzas y bandos; y, finalmente, el Art. 139 LrBRL tipificó que, para la adecuada ordenación de las relaciones de convivencia de interés local y del uso de sus servicios, equipamientos, infraestructuras, instalaciones y espacios públicos, los entes locales podrán, en defecto de normativa sectorial específica, establecer los tipos de las infracciones e imponer sanciones por el incumplimiento de deberes, prohibiciones o limitaciones contenidos en las correspondientes ordenanzas.
Partiendo de esta atribución legal, en la última década, numerosos ayuntamientos españoles comenzaron a regular la denominada convivencia ciudadana; sirvan como referencia las pioneras ordenanzas municipales de Valladolid (que se aprobó definitivamente en el pleno de 13 de abril de 2004, pero se modificó el 6 de marzo de 2012) y de Barcelona (aprobada el día de Navidad de 2005); pero, de hecho, han proliferado de tal manera que incluso la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP) ofrece en su portal de internet un modelo tipo en el que los consistorios sólo deben añadir el nombre de su localidad.
En el caso castellano, la exposición de motivos de la Ordenanza municipal de protección de la convivencia ciudadana y prevención de actuaciones antisociales señala que: Es obligación de todos los vecinos actuar cívicamente en el uso de los bienes e instalaciones puestos a disposición del público y de los demás elementos que configuran y dan estilo a una Ciudad. No obstante el carácter y el talante cívicos de los vallisoletanos, existen en nuestra Ciudad actitudes irresponsables por parte de individuos y colectivos minoritarios con el medio urbano y con los conciudadanos que alteran la convivencia. Estas actuaciones anticiudadanas se manifiestan en el mobiliario urbano, en fuentes, parques y jardines, en las fachadas de edificios públicos y privados, en las señales de tráfico, en las instalaciones municipales y en otros bienes y suponen unos gastos de reparación cada vez más importantes que distraen la dedicación de recursos municipales a otras finalidades y, al tener que ser afrontados por el Ayuntamiento, se sufragan en realidad por todos los ciudadanos (…) el Ayuntamiento no puede permanecer ajeno a esta problemática y, en el marco de su competencia, debe combatirla con los medios que el ordenamiento jurídico arbitra.
Como consecuencia práctica, los Arts 4 a 16 de la Ordenanza de Valladolid prohíben una serie de actuaciones y comportamientos ciudadanos: realizar una pintada (graffiti); esparcir pancartas, folletos u octavillas; colocar carteles; talar, romper y zarandear los árboles, cortar ramas y hojas, grabar o raspar su corteza, verter toda clase de líquidos, aunque no fuesen perjudiciales… (es decir, regar); manipular papeleras y contenedores; bañarse, lavar cualquier objeto, abrevar y bañar animales, practicar juegos o introducirse en las fuentes decorativas (pensemos en dónde terminan las típicas celebraciones deportivas); emitir cualquier ruido doméstico que, por su volumen u horario exceda de los límites que exige la tranquilidad pública; disparar petardos, cohetes y toda clase de artículos pirotécnicos que puedan producir ruidos o incendios sin autorización previa de la Administración Municipal; escupir o hacer las necesidades en las vías públicas; o, por citar un último caso, se prohíbe el ofrecimiento a las personas que se encuentren en el interior de vehículos en funcionamiento de cualquier objeto o servicio, como la limpieza de cristales [en otros municipios se contemplan otras conductas; por ejemplo, la ordenanza de Barcelona, se refiere a la utilización del espacio público para el ofrecimiento y la demanda de servicios sexuales; y la de Lérida de 2010 (anulada, en este aspecto, por una sentencia del Tribunal Supremo de febrero de 2013) limitaba el acceso o permanencia en los edificios y equipamientos municipales a las personas que portasen el velo integral (burka o niqab)].
Sin perjuicio de la calificación penal que pudiera tener este amplio catálogo de conductas, la Ordenanza vallisoletana también prevé que estos comportamientos pueden tener la consideración de infracciones leves, graves o muy graves, sancionadas –respectivamente– con multas de hasta 750 euros, de 750,01 a 1.500 euros y de 1.500,01 a 3.000 euros y que son compatibles, además, con la exigencia al infractor de la reposición de la situación alterada a su estado originario así como con la indemnización de los daños y perjuicios causados.
Desde un punto de vista legal, sin entrar a valorar la oportunidad de estas polémicas ordenanzas, cabe plantearse si estas disposiciones de rango infralegal son el medio más idóneo para sancionar determinadas conductas que pueden estar relacionadas con el ejercicio de algunos de nuestros Derechos Fundamentales; al fin y al cabo, ¿repartir octavillas no sería una muestra de la libertad ideológica que proclama el Art. 16 de la Constitución? ¿No podría ser que las ordenanzas municipales estuvieran arrogándose la potestad para regular ciertos ámbitos que nuestra Carta Magna reserva a las leyes? La reciente sentencia del Supremo que mencionábamos anteriormente puede arrojar algo de luz sobre este tema. Lo veremos mañana.
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