El Art. 121 de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar [hecha en Montego Bay (Jamaica), el 10 de diciembre de 1982] define “isla” como una extensión natural de tierra, rodeada de agua, que se encuentra sobre el nivel de ésta en pleamar; a continuación, especifica que la delimitación del mar territorial, la zona contigua, la zona económica exclusiva y la plataforma continental de una isla serán determinados de conformidad con las disposiciones de esta Convención aplicables a otras extensiones terrestres; y, por último, dispone que las rocas no aptas para mantener habitación humana o vida económica propia no tendrán zona económica exclusiva ni plataforma continental. Este tratado internacional también se refiere a las “islas artificiales” (Arts. 60 y 80 CNUDM) reconociendo el derecho exclusivo de los Estados ribereños no solo a construirlas sino también a autorizar y reglamentar su operación y utilización.
Partiendo de ese marco legal y siendo estrictos, parece evidente que ninguno de esos preceptos de la llamada Constitución de los Océanos se puede aplicar a un “iceberg” porque no es una roca ni se trata de una extensión natural de tierra y tampoco ha sido levantado por el ser humano; en realidad, es una gran masa de hielo flotante, desgajada del polo, que sobresale en parte de la superficie del mar [RAE] y tiene carácter efímero y móvil, en función de las temperaturas ambientales y de las corrientes marinas.
A falta de un convenio específico que establezca el régimen legal de los témpanos helados, el debate para determinar qué jurisdicción se les debe aplicar ha sido desarrollado en el ámbito de la doctrina científica desde que, a mediados del siglo XX, se descubrió la existencia de verdaderas “islas de hielo” [apropiación directa del inglés: ice island] que flotaban a la deriva por las aguas del Ártico; y alcanzó su punto álgido a raíz de que se cometiera un homicidio en una de ellas, haciendo bueno el dicho de que la realidad siempre supera a la ficción.
Durante la Guerra Fría, un vuelo de reconocimiento de los Estados Unidos que vigilaba los movimientos de la Unión Soviética localizó en el radar diversas islas de hielo desplazándose entre el Polo Norte y el Archipiélago Ártico Canadiense [el Canadian Arctic Archipelago es un conjunto de islas administrado por los territorios canadienses de Nunavut y del Noroeste]. Una de aquellas masas que se avistaron en 1947 –el tercer objetivo, Target-3 o T-3– medía 50 kilómetros de circunferencia, tenía un espesor de 60 metros y se calculó que estaba formada por un 99% de agua helada. Era la más grande y sólida que se había descubierto hasta entonces y, al parecer, habría podido surgir al fracturarse la plataforma de la costa norte de la isla de Ellesmere, también bajo soberanía del Gobierno de Ottawa. Cinco años más tarde, el 19 de marzo de 1952, el coronel estadounidense Joseph Fletcher consiguió aterrizar sobre su superficie y, en su honor, la T-3 pasó a llamarse isla de hielo de Fletcher [Fletcher's Ice Island] para no confundirla con su homónima de la Antártida: la isla Fletcher.
Aquel mismo año, las Fuerzas Aéreas y la Armada de EE.UU. instalaron su primera base científica en el marco del Naval Arctic Research Laboratory; y, con la única excepción del bienio 1961-1962 –cuando la T-3 se acercó demasiado al extremo más septentrional estadounidense, Punta Barrow (Alaska), y se temió por su integridad– el resto del tiempo, hasta mediados de los años 70, estuvo habitada en la época estival de manera casi permanente por científicos o personal al servicio de diversos laboratorios de investigación que convivían bajo la dirección de un responsable, encargado de velar por el mantenimiento del orden y la disciplina en la Drift Station Bravo [Estación a la deriva Bravo]; nombre coloquial de aquel refugio situado a unos 500 kilómetros del Polo Norte.
Vista aérea de la base Bravo en la isla de hielo T-3 |
En mayo de 1970, diecinueve personas llegaron a la isla de hielo con intención de permanecer allí hasta finales de septiembre o principios de octubre, coincidiendo con los últimos días del verano boreal, cuando es casi imposible acceder a la base Bravo. Entre sus integrantes se encontraban: la víctima y director de la instalación [Bennie Lightsey, un funcionario del Instituto Meteorológico de Estados Unidos, de 31 años, procedente de Louisville (Kentucky)]; el agresor [un técnico electrónico contratado por el General Motors Defense Research Laboratory, residente en Santa Bárbara (California) y de origen mexicano, llamado Mario Jaime Escamilla, de 33 años y padre de cinco hijos]; y el causante del mortal enfrentamiento [el esquimal Donald “Porky” Leavitt, empleado por el Arctic Research Laboratory].
El crimen ocurrió el 16 de julio de 1970. Ese día, Charles Parodi –compañero de barracón de Escamilla– le llamó para que regresara al campamento porque Leavitt estaba borracho y trataba de robarle sus botellas de vino. Con anterioridad, Porky ya había atacado con un cuchillo de carnicero a diversos miembros de la expedición para que le entregaran sus bebidas alcohólicas. El investigador californiano llegó a su “tráiler” armado con un rifle que había cogido del almacén con el fin de defenderse pero ya sólo estaba Parodi. Leavitt se había marchado a continuar con su borrachera en el siguiente barracón donde lo encontró bebiendo con el responsable de la base, Lightsey, consumiendo ambos una peculiar mezcla de alcohol etílico (etanol) de 190º con vino de pasas casero y zumo de uva. Escamilla les advirtió de que no volvieran a entrar en su dormitorio para robarle su provisión de alcohol y se fue pero, cuando regresó a su barracón, escuchó una voz a su espalda; en contra de lo que pensó, el que le gritaba no era Leavitt sino el jefe del campamento. Parodi los dejó solos, ambos discutieron y, en un momento dado, Mario Jaime enarboló el arma y el rifle se disparó, hiriendo de muerte al jefe de la expedición, sin que nadie más presenciara lo ocurrido ni pudiera hacerse nada por salvarle la vida porque, entre el personal de la base Bravo, ninguno tenía conocimientos médicos.
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