El régimen de las islas se regula en el Art. 121 de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, que se hizo en Montego Bay (Jamaica), el 10 de diciembre de 1982; según este precepto: 1. Una isla es una extensión natural de tierra, rodeada de agua, que se encuentra sobre el nivel de ésta en pleamar. 2. Salvo lo dispuesto en el párrafo 3, el mar territorial, la zona contigua, la zona económica exclusiva y la plataforma continental de una isla serán determinados de conformidad con las disposiciones de esta Convención aplicables a otras extensiones terrestres. 3. Las rocas no aptas para mantener habitación humana o vida económica propia no tendrán zona económica exclusiva ni plataforma continental. En la práctica, esto significa que el Estado que tenga la soberanía sobre una isla podrá establecer una zona económica exclusiva (ZEE) en torno a ella que no se extenderá más allá de 200 millas marinas contadas desde las líneas de base a partir de las cuales se mide la anchura del mar territorial (Art. 57); sobre la que no solo tendrá la jurisdicción sino los derechos de exploración y explotación, conservación y administración de los recursos naturales (Art. 56).
En este punto, la Corte Internacional de Justicia señaló en 2001 que les îles, quelles que soient leurs dimensions, jouissent à cet égard du même statut, et par conséquent engendrent les mêmes droits en mer que les autres territoires possédant la qualité de terre ferme (las islas, cualquiera que sean sus dimensiones, disfrutan del mismo estatuto y, en consecuencia, generan los mismos derechos en el mar que los demás territorios que posean la cualidad de tierra firme) [1]; es decir, que mientras una isla sea isla, no importa si su tamaño es pequeño (Alborán) o grande (Irlanda). En cambio, si se trata tan solo de una roca, el Estado no podrá establecer la mencionada ZEE y sus 200 millas se verán reducidas hasta un máximo de 12 millas, las correspondientes a la anchura del mar territorial (Art. 3).
Este marco jurídico internacional ha ocasionado numerosos conflictos diplomáticos; por ejemplo, el que aún se mantiene entre Portugal y España por las islas Salvajes, situadas entre Canarias y Madeira, que el Gobierno de Lisboa considera que son “islas” para establecer una zona económica exclusiva de 200 millas; mientras que las autoridades de Madrid tan solo las califican como “rocas” y, por ende, con derecho a las 12 millas de su mar territorial. Otra controversia que también ocurre en el Océano Atlántico es la del promontorio volcánico de Rockall –en la imagen– enclavado a unos 400 km de las costas irlandesa y escocesa, bajo soberanía británica desde mediados del siglo XX. Londres reclamó crear una ZEE a la que se han opuesto los gobiernos de Irlanda, Islandia y Dinamarca porque aquel peñasco es inhabitable e inviable económicamente.
Pero, sin duda, el caso más célebre de los últimos años ha sido el de las islas Spratly, en el Mar del Sur de China, que ha sido objeto de una reciente decisión de la Corte Permanente de Arbitraje. En sus parágrafos 475 a 553, la Corte arbitral de La Haya ha interpretado el Art. 121 de la Convención, palabra por palabra, semánticamente, y teniendo en cuenta sus precedentes históricos, para concluir que la clasificación de una “roca” como tal, de acuerdo con la redacción del Art. 121.3, no se basa en sus características geológicas o geomorfológicas sino en su inhabitabilidad (si una comunidad estable de personas puede considerarla su hogar) y en su vida económica propia (que no sea totalmente dependiente de los recursos externos), por lo cual concluyó que las Spratly no pueden considerarse “islas” –como pretendía China– sino “rocas” –criterio de Filipinas– y, por lo tanto, Pekín no tendría derecho a crear allí una zona económica exclusiva.
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