Hoy en día, conocemos la existencia de esta famosa envenenadora del siglo I. d. C. gracias a la narración de autores como Juvenal, Suetonio y –sobre todo– por la obra Anales, de Tácito; donde el historiador la califica de malvada al haber sido condenada por inventora de venenos y famosa por sus maldades, reconociendo su notoria influencia durante los reinados de los emperadores Claudio y Nerón, cuando fue guardada como uno de los instrumentos del Estado (en especial, al servicio de la siempre fiera, siempre amenazadora Agripina). Se calcula que esta esclava de origen galo mató a cerca de 400 personas durante los años que sirvió al poder de Roma; gracias a sus conocimientos sobre el adecuado uso de los venenos, sus pociones –que incluían arsénico, setas venenosas, cicuta, acónito, beleño y otras plantas– resultaron letales para Claudio (emponzoñado con un plato de amanita phalloides el 13 de octubre de 54) y su hijo menor, Británico (envenenado con agua fría atosigada que penetró por todos los miembros, haciéndole que perdiera el espíritu el 11 de febrero de 55).
La fortuna de Locusta cambió cuando Nerón, después de haber quitado la vida a tantos hombres señalados –como recordaba Tácito– fue abandonado por su Guardia Pretoriana y destituido por el Senado en favor de Galba; finalmente, aquel emperador que quiso ser poeta y músico se degolló –porque no encontró la caja de oro que había escondido con el veneno que le preparó ella para suicidarse– y, en el año 69, el nuevo césar imperial decidió poner fin al legado de la envenenadora de un modo salvaje, condenándola a las bestias (damnatio ad bestias).
Tradicionalmente, se atribuye al escritor Apuleyo (s. II d. C.) la descripción de su ejecución –que fue amarrada en público para que una jirafa amaestrada la violase antes de que su cuerpo fuese descuartizado por una jauría de leones– pero las crónicas de su tiempo no describen un pasaje similar en los textos clásicos y, probablemente, nos encontremos ante una suerte de leyenda urbana.
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