El proceso judicial que se inició contra Velázquez cuando el célebre pintor del Siglo de Oro español ya había fallecido en 1660 –después de morir, fue acusado de desfalco en el ejercicio de su cargo de contador, en la corte de Felipe IV, y condenado a devolver a las arcas del Estado 35.000 reales (deuda de la que tuvo que hacerse cargo su yerno)– es uno de los juicios póstumos más conocidos de la Historia pero ni fue el único ni tampoco ha sido el más excepcional. Ese dudoso honor puede que le corresponda al denominado Synodus horrenda [o Sínodo del Cadáver] que se celebró en Roma a comienzos del año 897 contra los restos putrefactos del Papa Formoso. Ocurrió en una época que la historiografía conoce como el saeculum obscurum, un oscuro periodo que se inició a finales del siglo IX y culminó durante la siguiente centuria, caracterizado por una profunda crisis en el Pontificado Romano de modo que, en poco más de cien años, hasta el tránsito del segundo milenio, hubo más de 28 Santos Padres. El teólogo Hans Küng ha definido muy gráficamente esta época en su libro La Iglesia Católica como un tiempo de deposiciones y nombramientos de papas, los papas y antipapas, el asesinato de papas y los papas asesinos.
Formoso había sido obispo de la ciudad italiana de Porto y legado del Vaticano antes de ser elegido el 111º sucesor de la cátedra de san Pedro el 6 de octubre de 891. Durante su Pontificado se acrecentaron las luchas políticas con la influyente familia italiana de los Spoleto a los que molestó que el Papa apoyase las reivindicaciones de su rival: Arnulfo de Carintia. Su venganza no se produjo tras el fallecimiento de Formoso el 4 de abril de 896 porque fue elegido Pontífice Bonifacio VI, que apenas desempeñó sus funciones dos semanas de aquel mes de abril, sino con el posterior sucesor, Esteban VI, que permaneció en el Vaticano hasta agosto del año siguiente.
El nuevo Papa quiso juzgar a Formoso por usurpar el trono pontificio y ordenó exhumar su cadáver, vestirlo ceremonialmente y sentarlo en una silla en la antigua Basílica Constantiniana –el edificio sobre el que ahora se erige el actual templo de san Pedro– para proceder a enjuiciar su cuerpo descompuesto, con el fin último de reprobarlo y anular su papado. Incluso se le llegaron a apuntar los tres dedos de la mano derecha con los que se imparten las bendiciones antes de entregar sus restos al pueblo. Rehabilitado y degradado nuevamente en un segundo proceso con Sergio III, finalmente, sus huesos fueron arrojados al río Tiber. Según la tradición, un pescador los encontró enredados entre sus aparejos y los escondió hasta que pudo devolverlos al Vaticano donde aún se conservan.
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