
Muchos pueblos de la antigüedad –desde China hasta el Imperio Romano– emplearon mensajeros con fines que, hoy en día, podríamos calificar de diplomáticos; por ejemplo, el geógrafo griego Megástenes (ca. 350-290 a.C.) fue embajador de Seleuco I Nicátor -rey macedonio de Babilonia, general de Alejandro Magno y fundador del Imperio Seléucida- ante la corte del primer emperador indio Chandragupta Maurya -abuelo del rey Ashoka- en Pataliputra, actual Patna (India), hacia el año 320 a.C.; pero, el desarrollo de ese sutil arte de las relaciones entre Estados se lo debemos a las repúblicas italianas del Renacimiento y, especialmente, a Venecia que durante los siglos XIV y XV tendió una eficaz red de informadores por todo el Mediterráneo. Aun así, quien estableció la primera embajada no fue el Dux de Venecia sino el rey Fernando el Católico. La legación española ante la Santa Sede –abierta en 1480– es la representación diplomática más antigua del mundo siendo su primer embajador [¿el soriano?] don Gonzalo de Beteta, caballero de la Orden de Santiago. Desde mediados del siglo XVII ocupa el Palazzo di Spagna en uno de los rincones más hermosos y artísticos de toda Roma: La Plaza de España, junto a la escalinata que asciende a la iglesia de la Trinidad del Monte. En su interior, aún se conservan numerosas obras de arte como la escalera de Borromini o diversos bustos de Bernini.
Entre los resultados políticos de esta actividad diplomática destacan el apoyo papal a la Reconquista de Granada, el repartimiento del Nuevo Mundo entre España y Portugal a través de la "Bula Inter Caetera" en 1493, la Liga Santa para la lucha contra el Turco que culmina en la victoria de Lepanto en 1571, etc. (*).
Asimismo, el embajador español ante la Santa Sede ostenta otros privilegios en relación a su importante cargo; por ejemplo: es el representante ante la Soberana Orden Militar de Malta y cuenta con el derecho a conocer el nombramiento de los nuevos obispos con quince días de antelación antes de que ya sea vox populi.
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