
La Mars Society es una organización sin ánimo de lucro establecida en Golden [Colorado (EE.UU.)] que el ingeniero aeroespacial estadounidense Robert Zubrin fundó en 1998 para impulsar tanto la exploración humana y robótica de Marte como el establecimiento de una presencia humana permanente en el cuarto planeta del Sistema Solar. Para lograr ese objetivo, entre sus actividades de divulgación y simulaciones, gestiona la Flashline Mars Arctic Research Station (FMARS); un laboratorio situado en la remota isla ártica de Devon [Nunavut (Canadá)] que se utiliza como base de operaciones para llevar a cabo experimentos científicos con el fin de preparar las misiones tripuladas por seres humanos que se establecerán en el planeta rojo, recreando sus condiciones ambientales y proporcionando a los astronautas un refugio seguro en el hostil entorno marciano. En ese lugar, el 28 de julio de 2000 se izó la bandera de Marte en el techo de la FMARS, siguiendo el diseño tricolor creado en 1999 por el científico francés Pascal Lee, con tres franjas verticales (roja, verde y azul), partiendo del mástil, todas del mismo ancho.

En realidad, Lee se inspiró en los títulos de la famosa trilogía que el escritor estadounidense Kim Stanley Robinson publicó, entre 1992 y 1996, las novelas Marte rojo, Marte verde y Marte azul, donde se narra el proceso de terraformación de aquel planeta desde que los primeros cien [seres humanos] lograron amartizar en su superficie en el año 2026 hasta que el 27 de febrero de 2128, la población de Marte, los de más de cinco años marcianos, votó mediante consola de muñeca sobre el documento resultante [de la Constitución de Marte]. Hubo una participación del noventa y cinco por ciento, lo que supuso unos nueve millones de votos. Tenían gobierno [1].
A lo largo de las tres novelas -y, especialmente, en la última- los personajes de Robinson se plantean cuál debe ser el vínculo que se establezca entre La Tierra y Marte: ¿continuar con la presencia de la Autoridad Transitoria de las Naciones Unidas (UNTA), alcanzar una suerte de «semiautonomía» [sic] o declarar su independencia? Esas opciones se contemplaron en un documento elaborado por eruditos constitucionales: la «Declaración de Dorsa Brevia», adoptada en esa ciudad y que, doce años marcianos después, en 2128, sirvió como punto de partida lógico para discutir cuáles serían los contenidos de su priemra ley fundamental.
En las discusiones del Congreso Constitucional, los expertos (…) habían traído varias «constituciones en blanco», que esbozaban distintos modelos de constitución simplemente cuando se llenaban los espacios en blanco, lo cual no impidió las objeciones de quienes mantenían que los aspectos sociales y económicos de la vida no debían estar sujetos a regulación. Los principales defensores de aquella forma de «estado mínimo» tenían credos muy dispares, constituyendo así un grupo de extraños compañeros de cama: anarquistas, libertarios, capitalistas neotradicionales, algunos verdes… Para los antiestatistas más radicales, designar un gobierno equivalía ya a una derrota, y consideraban que su papel en el congreso era procurar que se aprobara el mínimo de gobierno posible [1].
Las ideas más radicales de Dorsa Brevia se fueron moderando y, como resultado, Marte se dotó de un gobierno global [planetario], bajo una confederación de ciudades -a la manera suiza- dirigida por un consejo ejecutivo, donde discutir la legislación y programas de gobierno; un débil sistema parlamentario bicameral (Duma y Senado) y un poder judicial que junto al tribunal constitucional contaba con una sala específica para las cuestiones medioambientales. Algo lógico si tenemos en cuenta que, tras lograr que la atmósfera marciana fuese apta para desarrollar la vida humana, el medioambiente adquirió una enorme trascendencia, de ahí que, el punto tercero de Dorsa Brevia ya estableciera que la tierra, el aire y el agua de Marte no pertenecen a nadie y que nosotros somos los administradores para las futuras generaciones [propuesta que, sin duda, nos recuerda el contenido de la «Carta de Seattle»]. Esa administración es responsabilidad de todos, pero en caso de conflictos proponemos la existencia de tribunales medioambientales poderosos, quizá como parte del tribunal constitucional, que estimará los costes reales y totales de las actividades económicas en el medio ambiente, y ayudará a coordinar planes para aliviar el impacto [1].
Robinson explicó así su contenido: (…) una confederación dirigida por un consejo ejecutivo de siete miembros, elegido por un cuerpo legislativo de dos cámaras. Una rama legislativa, la duma, estaría compuesta por un amplio grupo de representantes elegidos entre la población; la otra, el senado, por un grupo más reducido de representantes de ciudades o pueblos con más de quinientos habitantes. El cuerpo legislativo sería, considerándolo todo, bastante débil; elegiría el consejo ejecutivo y ayudaría a seleccionar los jueces de los tribunales, y se les encomendarían las tareas legislativas de las ciudades. La rama judicial tendría más poder; incluiría no sólo los tribunales penales, sino también una suerte de doble tribunal supremo, una mitad, un tribunal constitucional y la otra, un tribunal medioambiental, y los miembros de ambos cuerpos serían designados por sorteo. El tribunal medioambiental fallaría en las disputas concernientes a la terraformación y otros cambios medioambientales, mientras que el tribunal constitucional decidiría la constitucionalidad del resto de los asuntos, incluyendo leyes ciudadanas recusadas. Un brazo del tribunal medioambiental formaría una comisión de tierras, encargada de supervisar la administración de la tierra, que sería propiedad del conjunto de los marcianos, de acuerdo con el punto tercero del acuerdo de Dorsa Brevia; no existiría propiedad privada, sólo diversos derechos de ocupación regulados mediante contratos de arrendamiento, y la comisión de tierras debía resolver en esas cuestiones. La correspondiente comisión económica funcionaría bajo el tribunal constitucional, y estaría compuesta en parte por representantes de las cooperativas gremiales, que serían creadas para las diferentes profesiones e industrias. Esta comisión supervisaría el establecimiento de una versión de la eco-economía de la resistencia, con empresas sin ánimo de lucro, concentradas en la esfera pública, y empresas con fines lucrativos, gravadas con impuestos, que tendrían límites fijados por ley y serían propiedad de sus trabajadores [1].
La ONU terminó reconociendo la plena soberanía de Marte y, en el Tratado MARTE-UN, hecho en Berna, el antiguo planeta rojo se comprometió a aceptar una inmigración anual moderada [de terranos (sic)], nunca superior al diez por ciento de la población marciana, proveerían algunos recursos minerales y se comprometían a tener contactos diplomáticos para resolver ciertas cuestiones [1] porque si los terranos empezaban a venir en tropel, decían, ¿qué sería de Marte, y no sólo del paisaje marciano, sino también de la cultura que habían creado? ¿No acabaría sofocada por los viejos hábitos traídos por los nuevos inmigrantes, que rápidamente sobrepasarían en número a la población nativa? [1].
NB:
hasta aquí la ficción; en la vida real, el «
Tratado General del Espacio» (de 1966) no se refiere, expresamente, a Marte pero, de forma implícita, es evidente que este planeta es uno de los «cuerpos celestes» a los que se les aplican los principios que deben regir las actividades de los Estados en la exploración y utilización del espacio ultraterrestre. Asimismo, entre los demás instrumentos jurídicos adoptados en el seno de las Naciones Unidas y que conforman el «
Corpus iuris spatialis», el
Tratado de la Luna (1969), por ejemplo, aprobó que tanto nuestro satélite como los demás cuerpos celestes del sistema solar son patrimonio común de la Humanidad; de esta forma, se trató de impedir que la exploración –y, sobre todo, la explotación de sus recursos– pudieran generar conflictos, afirmando que no pueden ser objeto de apropiación de ningún país.
Cita: [1] ROBINSON, K. S. Marte azul. Barcelona: Minotauro, 1998, pp. 31, 107, 127, 134, 166, 274 y 339.