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En
1793, durante el mandato de
William Bradford como fiscal general de este Estado norteamericano, el entusiasmo de los pacíficos cuáqueros que se oponían a la ejecución de cualquier delincuente chocó con las filas de quienes defendían a ultranza la pena de muerte. El debate concluyó con una solución de compromiso: se mantendría la pena capital pero restringiéndola para castigar ciertos delitos (como matar a alguien con premeditación, asesinar a varias personas o acabar con la vida de un rehén) que se consideraron conductas más graves. Así surgió la clásica distinción estadounidense –tan famosa gracias al cine y a las series de TV– entre dos tipos penales:
los homicidios en primer grado (first-degree) penados con la ejecución y los de segundo grado (second-degree) condenados con reclusión.
Posteriormente, cada uno de los demás Estados copió esta política criminal adaptándola a sus propias circunstancias; de modo que los condenados a muerte en primer grado podían ser ejecutados mediante una inyección letal (como en Arizona), electrocutados (Alabama), intoxicados con gas (Wyoming), ahorcados (Montana) e incluso fusilados delante de un pelotón (Utah).
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