lunes, 10 de septiembre de 2012

Las reducciones de los jesuitas

Al mismo tiempo que Europa se enfrentaba a una grave crisis religiosa por el auge de las reformas protestantes emprendidas por Lutero, Calvino y Zuinglio, un grupo de jóvenes españoles que estudiaban en La Sorbona, París –encabezado por san Ignacio de Loyola– decidió crear una nueva Orden en el seno de la Iglesia Católica, establecida a mayor gloria de Dios. El santo guipuzcoano viajó a Roma para presentar el proyecto al Papa y, el 27 de septiembre de 1540, una bula de Paulo III aprobó la fundación de la Compañía de Jesús que se rigió por las Constituciones adoptadas en 1558. Desde el primer momento, los jesuitas se volcaron en las misiones de América y Asia, proclamando el Evangelio al servicio de la fe y la promoción de la justicia.

Pero al llegar a Sudamérica, resultó muy difícil explicar la palabra de Dios y el amor al prójimo sin implicarse en una realidad contraria a cualquier derecho de los pueblos nativos, oprimidos por los colonizadores españoles y apresados por los bandeirantes portugueses que comerciaban con ellos como esclavos. Para acabar con estas injusticias, los jesuitas crearon las reducciones, asentamientos que se convirtieron en verdaderas ciudades en miniatura, organizadas entorno a una gran plaza de armas con la iglesia y los edificios oficiales junto a las viviendas de los indios distribuidas en filas. Gracias a su situación, ubicadas en parajes naturales, alejados de las poblaciones que habitaban los conquistadores europeos, entre comienzos del siglo XVII y mediados del XVIII, la Orden estableció una treintena de misiones en los actuales límites fronterizos de Bolivia, Argentina, Brasil y Paraguay. Su idea era sencilla: si lograban mejorar las condiciones de vida de los indios guaraníes, podrían evangelizarlos de forma que comprendieran el significado de la doctrina cristiana al convertirse.

Aquel proyecto –que suscitó tanta admiración como recelos– intentó asentar a la población nativa, habitualmente nómada, ofreciéndoles recursos como una vivienda, el aprendizaje de oficios artesanales y el acceso a alimentos y prestaciones sociales. Los jesuitas supieron encontrar el equilibrio entre respetar la influencia de los caciques locales (nombrándoles miembros de los Cabildos) y mantener gran parte de sus propias costumbres (salvo la relativa a la bigamia) e introducir elementos del sistema jurídico europeo con alguna innovación como abolir la pena de muerte (una decisión pionera en todo el mundo, por aquel tiempo).

Lentamente, las reducciones se convirtieron en un éxito de gestión porque se organizaban como entidades autónomas pero coordinadas entre sí, especializándose cada una en una determinada actividad (artesanía de la madera, cuero, metalurgia, cría de animales, cultivo de maíz, etc.). De este modo se logró una gran productividad y rentabilidad que permitía repartir beneficios entre sus habitantes, primando a los más desfavorecidos (viudas y huérfanos) y pagar impuestos a la Hacienda española. Esta situación, que generó numerosas envidias y el malestar entre las clases políticas de Asunción y Buenos Aires, convirtió a las reducciones en el objetivo de saqueos. Los jesuitas lograron el beneplácito real para portar armas y organizaron una policía indígena pero, finalmente, la orden de Carlos III que expulsó a esta Orden del reino, en 1767, sustituyó a los padres jesuitas por otras reglas que no supieron gobernar las reducciones con tanto acierto. Los indios regresaron a la selva o emigraron a las ciudades y, por culpa de los conflictos armados durante las guerras de la independencia, las misiones acabaron destruidas tras siglo y medio de utopía. Hoy en día, las ruinas de aquellas reducciones forman parte del Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO.

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