Después de una balacera (tiroteo), el Jefe del Parque Nacional de San Rafael –en Itapúa, al sureste de Paraguay, no muy lejos de las cataratas de Iguazú– denunció que el personal asignado al área silvestre protegida venía recibiendo constantes amenazas de muerte por parte de los rollotraficantes. Unos malvivientes (delincuentes) que, finalmente, fueron detenidos sin que se registraran lesiones físicas ni hechos que lamentar. Esta noticia ocurrió en marzo de 2007, pero no fue un acto aislado. Gracias a la hemeroteca de algunos diarios paraguayos, que se pueden consultar en internet, es fácil encontrar titulares con otras reseñas que hacen referencia a esta particular delincuencia forestal. Ahora, la pregunta es evidente: ¿a qué se dedica un rollotraficante?
Según la Liga Nativa por la Autonomía Justicia y Ética –LINAJE– el ecocidio (delito ecológico) comenzó en los años 80 cuando estos delincuentes comenzaron a talar árboles protegidos de las reservas naturales para comerciar ilegalmente con su madera; desde entonces, sus métodos han evolucionado hasta crear verdaderos aserraderos (serrerías) clandestinos donde los troncos se cortan en planchadas (tablones). La madera más demandada por estos traficantes es la del lapacho, un árbol muy resistente al agua, también llamado palo de arco, que según la creencia popular y sin ningún tipo de evidencia científica que lo corrobore, se piensa que cura el cáncer y la diabetes; de ahí que una pequeña bolsa con corteza de su tronco se llegue a vender por internet a 250 dólares el paquete. Otros rollos muy demandados son los tablones de Tajy, una madera, tan escasa como ornamental, que resulta muy apreciada por su resistencia.
Los rollotraficantes –a los que en México se les conoce con el elocuente nombre de talamontes– son un buen ejemplo de muchos de los términos relacionados con el Derecho que se emplean hoy en día en Hispanoamérica; giros y expresiones propias que aquí no utilizamos como la pluspetición inexcusable de Argentina; la violencia intrafamiliar de Chile; la semilibertad de México o el Derecho a la exhibición personal de Honduras y Guatemala.
En otras ocasiones, estas palabras son voces que en España –lamentablemente– cayeron en el olvido hace tiempo como acápite (capítulo de una Ley), coima (soborno), juzgamiento (juicio), falencia (quiebra), probidad (honradez), locación (arrendamiento), vocero (portavoz), Fisco (Hacienda), curul (escaño), veedor (inspector), balotaje (votación realizada mediante bolas blancas y negras), personería (capacidad legal) o Contaduría (Tribunal de Cuentas), por mencionar algunos ejemplos.
De cara al futuro, si se calcula que en el mundo somos más de 450.000.000 de hispanohablantes y, de ellos, unos 45.000.000 vivimos en España y otros tantos sólo en los Estados Unidos; con esta proporción, es evidente que el futuro de nuestro idioma se desarrollará, en gran medida, al otro lado del Charco. Puede que, por ese motivo, cuando la ONU creó la Corte Penal Internacional en 1998 –el organismo que juzga a genocidas y criminales de guerra– decidió llamarla Corte (como habitualmente se conoce a los órganos judiciales en Hispanoamérica) y no Tribunal, como se habría denominado en España. Aun así, curiosamente, los medios de comunicación españoles suelen referirse a este órgano como Tribunal Penal Internacional ó TPI, aunque oficialmente no se llame de esta forma.
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