jueves, 25 de noviembre de 2010

Encuentro y rechazo europeo con el islam

Aunque las culturas occidental y musulmana venían arrastrando conflictos desde las Cruzadas, el acontecimiento que marcó una huella indeleble en el mundo islámico, obligándole a realizar cambios irreversibles, fue la invasión de Egipto en 1798 por las tropas de Napoleón. Entonces, los países musulmanes –que, desde un punto de vista moral, aún se veían superiores a Europa– tomaron conciencia de que su organización política era notablemente inferior. A raíz de la invasión napoleónica, muchos gobernantes musulmanes –que se querían desprender del férreo control de los otómanos– trataron de crear sus propios Estados, siguiendo los modelos europeos, pero fracasaron en el intento por tres motivos principales:

1) Carecían de una estructura básica para construir una Administración Pública, elemento imprescindible para organizar un Estado;

2) Les faltaba el presupuesto necesario para sostener todos los gastos que suponía imitar a Europa, con unos costes inasumibles para sus arcas. En algunos casos, como en el propio Imperio Otómano, los intentos por implantar estas reformas sólo consiguieron el efecto contrario: debilitar las estructuras administrativas, económicas y políticas hasta el punto de acelerar su declive; y

3) Como la cultura occidental se asentaba sobre instituciones que eran completamente ajenas a la costumbre islámica y a su Derecho, fue inevitable el conflicto entre las normas tradicionales de estos países y las necesidades de las sociedades musulmanas que trataban de organizarse de acuerdo con las leyes y los valores occidentales.

La solución que entonces pareció más adecuada consistió en reemplazar la ley islámica –la Sharía– por otras normas de corte occidental. Como consecuencia, el Derecho de las potencias coloniales europeas se transcribió casi literalmente en los nuevos ordenamientos de Egipto, Turquía, El Líbano, Siria, Libia o Indonesia inspirando su estructura jurídica de acuerdo con un modelo occidental, tal y como se fue reflejando en sus primeras constituciones; por ejemplo, la Ley Orgánica de Túnez, de 1861 –la primera que se promulgó en un país musulmán– comenzaba con una declaración de los derechos fundamentales de los tunecinos (en España, esta declaración no se redactó hasta la Carta Magna de 1869, ocho años más tarde) o la Constitución de Iraq de 1925, que dedicó catorce artículos a establecer los derechos y libertades civiles, etc.

¿Qué problema conllevó la mera transcripción de normas occidentales en los países musulmanes? Que, lógicamente, no se puede tratar de implantar un ordenamiento –con sus correspondientes instituciones– si al mismo tiempo no se aceptan los principios políticos y valores que inspiraron aquel conjunto de leyes, con todas sus consecuencias: soberanía nacional, división de poderes, libertad religiosa, igualdad entre hombres y mujeres, derecho a la vida y a la integridad física o moral... Elementos básicos que acabaron chocando con la ley islámica.

Por ese motivo, cuando muchos de estos países lograron su independencia, pasaron de aquella fase de “occidentalización” –tratando de emular los valores europeos– a otra de “islamización” que tomó como modelo de orden social, moral y jurídico a sus propias tradiciones y costumbres, apartándose de las instituciones y normas europeas que les resultaban tan ajenas como extrañas. Este regreso a los orígenes se vio agravado por algunos acontecimientos históricos que aún no han cicatrizado: La creación del Estado de Israel, las sucesivas guerras entre árabes y judíos, el conflicto palestino, las dos Guerras del Golfo, la ocupación de Iraq… acabaron radicalizando la postura de numerosos grupos que empezaron a buscar el regreso a esa utópica comunidad islámica llamada umma.

Hoy en día, no cabe duda de que las normas europeas han ejercido –y ejercen, todavía (por ejemplo, a la hora de establecer instituciones como los Tribunales Constitucionales o las Defensorías del Pueblo)– una notable influencia en la construcción jurídica de los países musulmanes. De cara al futuro, la globalización –incluso en el ámbito del Derecho– es un horizonte ineludible en el que ambas civilizaciones tendrán que buscar el entendimiento, alejándose de cualquier postura extrema, tanto del califato universal de los islamistas más radicales, tan proclives al totalitarismo; como de los que ven una amenaza apocalíptica en el islam, incompatible con la democracia (según Giovanni Sartori) o un choque de civilizaciones (Samuel P. Huntington).

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