
Dentro de las normas generales de aquel texto de los años 30, los Arts. 17 a 20 regulaban la velocidad, indicando que los conductores de vehículos deben ser dueños en todo momento del movimiento de los mismos y están obligados a moderar la marcha y, si preciso fuera, a detenerla (Art. 17); asimismo, prohibía conducir de un modo negligente o temerario (Art. 18) o a entablar competencias de velocidad entre toda clase de vehículos o animales (Art. 19) pero no se estableció ningún límite de velocidad, aunque el Art. 20 sí que previó que los Ingenieros Jefes de Obras públicas (…) podrán señalar un límite a las velocidades máximas de los vehículos de distinta índole.
Esa previsión no se cumplió hasta cuatro décadas más tarde, cuando el Decreto 951/l974, de 5 de abril, modificó –precisamente– el artículo 20 del vigente Código de la Circulación. En su exposición de motivos, el legislador reconoció que la importancia adquirida por el tráfico urbano e interurbano, con su alarmante secuela de muertes, lesiones y daños que tiene su origen, cuantas veces, en comportamientos inadecuados y, de otra parte, la concurrencia de circunstancias, indudablemente relevantes en el momento actual, relacionadas con el consumo de combustible, aconsejan prever y autorizar la implantación de limitaciones de velocidad; es decir, hasta 1974, no existió ningún límite de velocidad en las carreteras españolas. Algo que ahora nos parece tan habitual –y polémico, de un tiempo a esta parte– ni tan siquiera ha cumplido su 40º aniversario.
Finalmente, fue una orden de 6 de abril de 1974 la que estableció los primeros límites máximos que no debían rebasar los vehículos automóviles: 130 km/h en autopistas, 110 en autovías y determinadas carreteras y 90 en las restantes vías, salvo en las urbanas (60 km/h); además, estableció que dichos límites podrán ser rebasados en veinte kilómetros por hora para efectuar adelantamientos.
Ya figuraban en el reglamento de 1900
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