Para hablar de este tipo de cárceles no hace falta que nos remontemos a los tiempos de los galeotes. Cuando hablamos en otro in albis de la fundación de Australia como una tierra de convictos, tuvimos ocasión de comentar que uno de los primeros colectivos occidentales que se asentó en aquella isla-continente fueron los presos a los que se les ofreció la posibilidad de conmutar su reclusión en Inglaterra, e incluso la pena de muerte, por la deportación a esta colonia penal, situada en el otro extremo del mundo; pensando, erróneamente, que se les trasladaba a una Tierra Prometida, de verdes prados y colinas llenas de bosques. Muchos de aquellos condenados aceptaron la propuesta de las autoridades sólo por huir de las insalubres cárceles flotantes donde se les estaba encerrando en Londres desde finales del siglo XVIII, porque los presidios británicos estaban tan hacinados que se tuvo que confinar a los criminales en viejos barcos-prisión anclados en el Támesis o en el puerto de Portsmouth, en unas condiciones que hoy en día consideraríamos como infrahumanas.
En el Reino Unido, el recurso a los barcos-prisión (llamados prison ship o, coloquialmente, prison hulk) se mantuvo durante todo el siglo XIX y, de forma ocasional, en el marco de la I y la II Guerra Mundial y hasta los años 70, cuando se recurrió a esta peculiar clase de centro penitenciario para retener sin juicio a los activistas norirlandeses (el líder del Sinn Féin, Gerry Adams, estuvo encerrado en Bélfast en el barco de la Royal Navy HMS Maidstone; experiencia que narró en su libro Cage Eleven: Writings from prison).
Junto a Gran Bretaña, otras naciones también han utilizado cárceles flotantes: en la Alemania nazi, el lujoso crucero Cap Arcona reconvirtió sus camarotes en celdas hasta que los aliados lo bombardearon en 1945, mientras estaba anclado en el puerto de la ciudad báltica de Lübeck (se calcula que murieron unos 7.500 presos); o en la época de Pinochet, el Gobierno de Chile empleó el buque escuela Esmeralda, en Valparaíso, como “barco de la muerte”.
En el caso español, las cárceles flotantes se utilizaron durante la Guerra Civil, en ambos bandos. El vapor de mercancías Cabo Carvoeiro, de la naviera Ybarra, se convirtió en barco-prisión del bando nacional al amarrarlo al puerto de Sevilla en 1936. Un reciente estudio de Manuel Bueno Lluch considera que, aunque es prácticamente imposible precisar la cifra exacta de detenidos que pasaron por este buque [entre republicanos, sindicalistas de CNT o UGT, obreros de extracción humilde, etc.] las escasas evidencias documentales que se han conservado prueban que la media diaria no fue inferior a 500 hombres, eminentemente jóvenes (revista Andalucía en la Historia, 2012, nº 38, p. 62). Por su parte, la II República también habilitó mercantes –como los buques España nº 3 y Río Sil, en la costa entre Alicante y Cartagena (Murcia)– para encerrar a los militares que habían fracasado en su intento de sumarse al alzamiento de Franco; fueron ejecutados en alta mar y sus cuerpos arrojados por la borda.
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