lunes, 17 de junio de 2024

El singular arbitraje de los leones hambrientos

Un día como ayer, hace 80 años, la Gestapo fusiló al prestigioso historiador francés Marc Bloch en la pequeña comuna de Saint-Didier-de-Formans, cerca de Lyon (Auvernia-Ródano-Alpes), el 16 de junio de 1944, por formar parte de la Resistencia durante la II Guerra Mundial. Uno de sus biógrafos, Olivier Dumoulin, indagó en su vida y obra: Nacido el 6 de julio de 1886, en el seno de una familia alsaciana de confesión judía, que había optado en 1871 por vivir en Francia, Marc Bloch descubrió la historia bajo la férula de su padre Gustave Bloch, profesor de historia romana en la École Normale Supérieure y luego en la Sorbona. (…) De éxito en éxito, (…) El primer conflicto mundial marcó profundamente al historiador ciudadano (…). Bloch pasó a formar parte de aquel puñado de universitarios que fueron enviados a la Universidad de Estrasburgo para ilustrar la ciencia francesa. Allí pasaría dieciséis años. Fue en dicha ciudad donde nacieron sus seis hijos, antes de que, en 1936, su elección para la cátedra de historia económica y social de la Sorbona le hiciera volver a París. Este recorrido sería llano y sin sorpresas si los trabajos de Marc Bloch no hubieran mostrado su originalidad por su objeto y su método. (…) Medievalista en sus inicios, por sus trabajos, estudió tanto la historia rural desde la Edad Media al siglo XIX como la historia monetaria, las estructuras sociales medievales o incluso el simbolismo del poder real. (…) Cuando volvió la hora del combate, aquel patriota de 56 años y padre de seis hijos, se presentó como voluntario para servir a su país. (…) El compromiso con la Resistencia, que llevaba tiempo considerando, se materializó entonces. Rápidamente, su sentido de la organización, su coraje y su autoridad moral hicieron de él un personaje clave del movimiento Francotirador en la región de Lyon; demasiado conocido, cayó en las manos de la Gestapo y fue fusilado [1].

Esta entrada del blog rinde homenaje a la originalidad de su obra histórica recordando la anécdota de un arbitraje muy singular -aunque sin éxito porque no llegó a resolver la disputa- que Bloch estudió en su entretenido ensayo sobre los reyes taumaturgos [es decir, los soberanos que tenían la facultad de realizar prodigios].


En la introducción de esta obra, su traductor Marcos Lara nos brinda una primera aproximación al caso: En el siglo XIV se originó una disputa entre el monarca inglés, Eduardo III, y Felipe de Valois, “verdadero rey de Francia”, en la que este último reclamaba la devolución de territorios franceses que aquél le había arrebatado.  El inglés, deseoso de ganar para su causa a una Venecia neutral, envió a esta república a un embajador suyo, para que volcara en su favor a la Serenísima; y este diplomático, cuando compareció ante los gobernantes venecianos, esgrimió con perfecta seriedad el siguiente argumento; si Felipe de Valois es en verdad rey de Francia, como pretende, que lo demuestre exponiéndose a ser devorado por leones hambrientos. La razón de esta propuesta, que a nuestros oídos suena extraña, reside en que entonces se creía como artículo de fe que ningún león devoraría ni rasguñaría siquiera a un auténtico monarca [2].


A continuación, el historiador francés nos narra los hechos: El 27 de abril de 1340, el hermano Francisco [frate Francesco], de la Orden de los Predicadores, obispo de Bisaccia en la provincia de Nápoles, capellán del rey Roberto de Anjou y en ese momento embajador del rey de Inglaterra Eduardo III, se presentó ante el dux de Venecia. Acababa de iniciarse la lucha dinástica entre Francia e Inglaterra, que daría lugar a la Guerra de los Cien Años. (…) El serenísimo príncipe Eduardo, deseando ardientemente evitar la matanza de una multitud de cristianos inocentes, le había escrito -si hemos de creerle- a “Felipe de Valois, que se dice rey de Francia”, para proponerle tres medios, a su elección, de decidir entre ellos, sin guerra, la gran disputa.

En primer término, el combate en la arena, verdadero juicio de Dios, ya en forma de un duelo entre los dos pretendientes mismos, ya en un combate más amplio entre dos grupos de seis a ocho fieles; o bien, una u otra de las dos siguientes pruebas (y aquí cito textualmente): “Si Felipe de Valois es, como afirma, el verdadero rey de Francia, que lo demuestre exponiéndose a leones hambrientos, ya que es sabido que jamás los leones atacan a un verdadero rey; o bien que realice el milagro de curar enfermos, como acostumbran hacerlo los otros reyes verdaderos”; aquí debe entenderse, sin duda, los otros verdaderos reyes de Francia. “En caso de fracasar, él se reconocerá indigno de la condición real”. Siempre según el testimonio del hermano Francisco, Felipe, “en su soberbia” rechazó estas proposiciones. (…) La relación de las negociaciones anglofrancesas nos ha llegado en bastante buen estado y en ella no aparecen rastros de la carta resumida por el obispo de Bisaccia. Es probable que éste, queriendo deslumbrar a los venecianos, la haya imaginado de punta a cabo. Pero incluso supongamos que fue realmente enviada: en tal caso no habría que tomar más en serio la prueba de los leones o la del milagro que la invitación al duelo, desafío clásico que en esta época acostumbraban intercambiarse los soberanos en el momento de entrar en guerra, aunque jamás, a memoria de hombre, se haya visto ningún soberano entrar en la liza. Eran simples fórmulas diplomáticas, y en el caso que nos ocupa parecen haber sido más bien palabras lanzadas al viento por un diplomático demasiado locuaz [3].


Y añade: (…) estas vanas propuestas merecen ser meditadas por los historiadores. A pesar de su aparente insignificancia, arrojan muy viva luz sobre algunas cosas profundas. Comparémoslas mentalmente con lo que sostendría hoy un plenipotenciario, en parecidas circunstancias. La diferencia nos revela el abismo que separa dos mentalidades; pues tales propuestas, formuladas sin duda “para la galería”, responden necesariamente a las tendencias de la conciencia colectiva. El hermano Francisco no convenció a los venecianos: ni las pruebas, desplegadas ante ellos, del espíritu pacífico del que Eduardo III, según les dijo, había manifestado hasta el último momento, ni las promesas más positivas contenidas más adelante en el discurso, los decidieron a abandonar la neutralidad, que ellos consideraron ventajosa para su comercio. Pero las supuestas proposiciones que se dijeron formuladas por el rey de Inglaterra a su rival de Francia quizás no las encontraron tan inverosímiles como se podía imaginar. Por cierto que no esperarían ver a Felipe de Valois descendiendo al foso de los leones; pero la idea de que “los leones no pueden devorar a un hijo de rey” les resultaba familiar por toda la literatura de aventuras de su época. Sabían muy bien que Eduardo III no estaba dispuesto a cederle a su rival el reino de Francia, incluso si éste hubiera realizado curas milagrosas. Pero el que todo verdadero rey de Francia -como todo verdadero rey de Inglaterra- fuera capaz de tales prodigios era de alguna manera un hecho comprobado que ni siquiera los más escépticos en el siglo XIV se habrían atrevido a poner en duda [3].

Bloch concluyó su análisis del mito afirmando que: esta tradición (…) aparece expresada en un número bastante considerable de relatos novelescos franceses, anglonormandos o ingleses (…). Fue expuesta perfectamente, entre otros, por el autor de una de las versiones del Beuve de Hantone, a quien cedo la palabra: “Según la leyenda, y como lo testimonian los escritos, el león no debe [jamás] comer a un hijo de rey, sino que debe protegerlo y respetarlo”. (…) Los leones en nuestras latitudes no son generalmente, y con razón, peligrosos para los reyes más que para sus súbditos [3].

Citas: [1] DUMOULIN, O. Marc Bloch o el compromiso del historiador. Granada: Universidad de Granada y Universidad de Valencia, 2003, pp. 7 a 10. [2] LARA, M. “Presentación”, En: BLOCH, M. Los reyes taumaturgos. Ciudad de México: FCE, 1988, p. 7. [3] BLOCH, M. Los reyes taumaturgos. Ciudad de México: FCE, 1988, pp. 23, 24, 81y 325.

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