Si tenemos en cuenta que las aguas marinas cubren casi tres cuartas partes de la superficie de este planeta y que el ser humano lleva navegando por ese medio desde la más remota antigüedad, no es difícil suponer que, bajo los océanos, debe hallarse el mayor y más valioso museo del mundo. Esa riqueza histórica y artística, que se ha ido formando con los pecios de miles de naufragios, también forma parte integrante del patrimonio cultural de la humanidad –en palabras de la UNESCO– y es un elemento de particular importancia en la historia de los pueblos, las naciones y sus relaciones mutuas en lo concerniente a su patrimonio común; por ese motivo, el Derecho Internacional debe protegerlo de la amenaza que supone la explotación y especulación comercial de los tesoros hundidos, sin tener en cuenta otro valor que no sea el meramente económico; un fin comercial absolutamente incompatible con una protección y gestión correctas de ese patrimonio.
Para dar respuesta a ese problema, el 2 de enero de 2009 entró en vigor la Convención de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura sobre la Protección del Patrimonio Cultural Subacuático –hecho en París, el 2 de noviembre de 2001– con el objetivo de protegerlo y preservarlo. En primer lugar, el Art. 1º define el concepto de patrimonio cultural subacuático como todos los rastros de existencia humana que tengan un carácter cultural, histórico o arqueológico, que hayan estado bajo el agua, parcial o totalmente, de forma periódica o continua, por lo menos durante 100 años, tales como: 1) Los sitios, estructuras, edificios, objetos y restos humanos, junto con su contexto arqueológico y natural; 2) Los buques, aeronaves, otros medios de transporte o cualquier parte de ellos, su cargamento u otro contenido, junto con su contexto arqueológico y natural; y 3) Los objetos de carácter prehistórico.
En el Art. 2º, la UNESCO establece que de conformidad con la práctica de los Estados y con el derecho internacional (…) nada de lo dispuesto en esta Convención se interpretará en el sentido de modificar las normas de derecho internacional y la práctica de los Estados relativas a las inmunidades soberanas. Frente a las pretensiones e intereses privados de empresas como Odyssey Marine Exploration, que suelen recurrir a la justicia de EEUU para que ésta les reconozca la titularidad de los objetos hallados –y, por lo tanto, su propiedad– inclinando el pleito hacia la vía del Derecho Mercantil (privado) –el Admiralty Law de los anglosajones– en lugar de aplicar las normas de Derecho Internacional (público), la solución aceptada internacionalmente no admite recurrir a ninguna artimaña legal: no se trata de dilucidar en una sentencia quién es el legítimo dueño del patrimonio subacuático hallado porque, según el principio de inmunidad soberana, mientras un Estado no abandone expresamente su patrimonio público subacuático, seguirá siendo su propietario, con independencia del tiempo que haya transcurrido o del lugar en que se encuentren los restos. Así lo acaba de reconocer el Tribunal Supremo de Estados Unidos, en relación con el tesoro de la Mercedes que Odyssey extrajo del fondo del mar en 2007.
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