La cuna de nuestra civilización nunca llegó a ser un Estado de acuerdo con el parámetro actual de este término, basado en tres elementos: pueblo, territorio y poder. En este sentido moderno, Mesopotamia no fue más que la denominación griega que los romanos le dieron a una de las provincias más orientales de su imperio, la situada entre los ríos Tigris y Éufrates, donde habitaron los sumerios, acadios, babilónicos, asirios… pero este hecho tampoco quiere decir que todos estos pueblos –pioneros en abandonar una vida nómada para cultivar la tierra y crear las primeras ciudades de la Humanidad– no compartieran un sentimiento de pertenecer a una entidad cultural común [1], salvando las distancias, de forma similar a lo que también ocurrió en la Grecia clásica con las diferentes polis. En ese contexto, como ya hemos tenido ocasión de comentar en otros in albis, aquella región del actual Iraq vio nacer la escritura, la contabilidad y las primeras colecciones legales del mundo, como el célebre Código de Hammurabi, con los 282 párrafos que Shamash, el dios solar de la justicia, le entregó al rey de Babilonia a fin de que el prepotente no oprimiese al débil, en torno al año 1750 a.C. Hace treinta y nueve siglos.
Entre aquellos preceptos, ninguno reguló, de forma expresa, cómo se organizaba la justicia babilónica pero, gracias a determinados pasajes de sus leyes, es posible deducir algunas nociones básicas sobre la jerarquía de su estructura judicial, como sucede con la ley 5: Si un juez instruye un caso, dicta sentencia y extiende un veredicto sellado, pero luego modifica su sentencia, a tal juez le probaran que ha cambiado la sentencia y la suma de que trataba la sentencia, la tendrá que pagar doce veces. Además, y en pública asamblea le echaran de su sede judicial de modo irrevocable y nunca más podrá volver a sentarse con jueces en un proceso [2]. Se trata de un buen ejemplo que permite intuir la existencia de una “carrera judicial” de la que se expulsaba al juez que cometiera prevaricación.
La existencia de jueces para resolver los pleitos también se encuentra en numerosas leyes; por ejemplo, la 9 [(…) los jueces examinarán sus respectivas declaraciones]; la 13 [Si ese hombre no tiene entonces los testigos a mano, los jueces le fijarán un plazo de hasta seis meses (…)]; la 168 [Si un hombre se propone desheredar a su hijo y les dice a los jueces: “Desheredo a mi hijo”, que los jueces decidan sobre su caso (…)]; o la 172 [(…) que los jueces decidan sobre su caso (…), en referencia a unos hijos que maltratan a su madre para echarla de casa].
Por otras normas, como la ley 3 [Si un hombre acude a un tribunal para hacer un falso testimonio (…)], sabemos que no sólo existían jueces sino que éstos impartían justicia en una sede judicial. Un nuevo criterio lo establece la ley 23 al regular qué hacer con las víctimas de un saqueador [(…) la ciudad y el prefecto en cuyo territorio y ámbito de jurisdicción hubiese sido cometido el saqueo le repondrán lo que haya perdido]; así como la 142 [Si una mujer siente rechazo hacia su marido (…) que su caso sea decidido por la autoridad del barrio (…)]. De modo que, como ha investigado el arqueólogo Nicholas Postgate, la pirámide de autoridades judiciales tenía tres niveles: una primera instancia formada por los consejos locales (administrados por los ancianos del pueblo); una segunda instancia para los litigantes insatisfechos con la primera, integrada por los jueces y los tribunales de las ciudades y, finalmente, el rey, asumiendo el papel de juez supremo o bien en apelación o, bien porque la cuestión fuera de tal gravedad que se viera automáticamente ante él. Esta segunda situación se denomina “un caso de vida” (din napishtim).
PD Citas: [1] POSTGATE, J. N. La Mesopotamia arcaica. Sociedad y economía en el amanecer de la historia. Madrid: Akal, 1999, pp. 50 y 328-331. [2] Los pasajes del Código de Hammurabi son del libro: SANMARTÍN, J. Códigos legales de tradición babilónica. Madrid: Trotta, 1999, pp. 97 a 156.
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