La sentencia 1140/2010, de 29 de diciembre, del Tribunal Supremo [ROJ: STS 7184/2010] es una de las pocas resoluciones españolas que hace referencia expresa al denominado Feindstrafrecht o Derecho penal del enemigo con el que el Estado no trata simplemente de castigar a los delincuentes, sino de luchar contra sus enemigos, recurriendo para ello a un derecho penal especial y excepcional que –según este órgano judicial– se caracterizaría por tres señas de identidad: 1) Aumento de la gravedad de las penas más allá de la idea de la proporcionalidad, lo que puede significar aplicar penas de prisión de larga duración a hechos de escasa gravedad, o por lo menos no tan graves como para justificar la imposición de penas tan graves. 2) Abolir o reducir los derechos fundamentales y garantías procesales del imputado, como el derecho al debido proceso, a no declarar contra si mismo, a la asistencia de letrado, o también la admisión de pruebas conseguidas ilegalmente, derogar la competencia de Juez natural y crear Tribunales especiales, permitir que las autoridades políticas o administrativas, sin intervención judicial, puedan decidir el internamiento o el arresto por tiempo indefinido de personas meramente sospechosas. 3) Criminalización de conductas que no suponen un verdadero peligro para bienes jurídicos y adelantar la intervención del Derecho penal, aún antes de que la conducta llegue al estadio de ejecución de un delito, penalizando simples manifestaciones ideológicas, producto del derecho a la libertad de expresión, convirtiendo en delito hechos como mostrar simpatía hacia ciertas ideologías, sobre todo si éstas coinciden con las que defienden los grupos radicales terroristas, aunque los que muestren esa afinidad o simpatía ideológica no defiendan el empleo de la violencia para alcanzarlas.
Esta doctrina fue elaborada en 1985 por el catedrático alemán Günter Jakobs y alcanzó una gran repercusión internacional en 2001, a raíz de los atentados del 11-S en Estados Unidos, cuando las personas que cometían determinados delitos –como actos de terrorismo y, en menor medida, el narcotráfico o la criminalidad organizada– eran consideradas enemigas del Estado. Su idea, en realidad, continuó la senda que inició Jean Jacques Rousseau en El contrato social, publicado en 1762, al afirmar que todo malhechor, atacando el derecho social, se convierte por sus delitos en rebelde y traidor a la patria; cesa de ser miembro de ella al violar sus leyes y le hace la guerra. La conservación del Estado es entonces incompatible con la suya; es preciso que uno de los dos perezca, y al aplicarle la pena de muerte al criminal, es más como a enemigo que como a ciudadano.
Otra didáctica sentencia, la 419/2012, de 10 de diciembre, del juzgado de lo penal nº 7 de Palma de Mallorca (Baleares), añade al respecto que Jakobs estableció una definición de Derecho penal del enemigo en contraposición al del ciudadano, y decía que el Derecho Penal del ciudadano deberá esperar a que el ciudadano exteriorice su conducta para poder reaccionar pero el Derecho Penal del enemigo actuará en una fase previa a la comisión del delito debido a la alta peligrosidad de la acciones del sujeto que hacen necesaria una intervención más temprana (…) el delincuente es identificado como un enemigo muy peligroso por lo que se justifica la intervención pronta.
Este autor alemán considera que el Estado puede proceder de dos modos con los delincuentes: puede ver en ellos personas que delinquen, personas que han cometido un error; o individuos a los que hay que impedir mediante coacción que destruyan el ordenamiento jurídico [JAKOBS, G. y CANCIO MELIÁ, M. Derecho penal del enemigo. Madrid: Civitas, 2003, p. 47].
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