
El suceso era el siguiente: El dueño de un señorío dividido en dos partes por un río, levantó una horca al final del puente que lo cruzaba para que los jueces aplicaran allí mismo su ley: Si alguno pasare por esta puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va; y si jurare verdad, déjenle pasar, y si dijere mentira, muera por ello ahorcado en la horca que allí se muestra, sin remisión alguna. Sucedió entonces que los jueces tomaron juramento a un hombre que juró y dijo que venía a morir en aquella horca y pensaron: Si a este hombre le dejamos pasar libremente, mintió en su juramento, y conforme a la ley debe morir; y si le ahorcamos, él juró que iba a morir en aquella horca, y, habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser libre.
A lo que Sancho le respondió que, a su parecer, el tal hombre jura que va a morir en la horca y si muere en ella, juró verdad y por la ley puesta merece ser libre y que pase la puente; y si no le ahorcan, juró mentira y por la misma ley merece que le ahorquen (…) Este pasajero que decís, o yo soy un porro –tonto– o él tiene la misma razón para morir que para vivir y pasar la puente, porque si la verdad le salva, la mentira le condena igualmente; y siendo esto así, como lo es, soy de parecer que (…) pues están en un fil las razones de condenarle o asolverle, que le dejen pasar libremente, pues siempre es alabado más el hacer bien que mal. Y esto lo diera firmado de mi nombre si supiera firmar, y yo en este caso no he hablado de mío, sino que se me vino a la memoria un precepto, entre otros muchos que me dio mi amo don Quijote la noche antes que viniese a ser gobernador desta ínsula, que fue que cuando la justicia estuviese en duda me decantase y acogiese a la misericordia.
Así fue como Sancho Panza resolvió aquella paradoja; después, quiso que le dieran de comer y, animado por el modo en que había impartido justicia, pidió que le lloviesen casos y dudas sobre mí, que yo las despabilaré en el aire.
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