miércoles, 15 de octubre de 2014

Callejero del crimen (II): El Templete de los ahorcados, de Ronda

En su célebre novela Ulises, el escritor irlandés James Joyce se refiere a esta ciudad malagueña cuando su protagonista pasea por todas las extrañas callejuelas y las casas rosadas y azules y amarillas y los jardines de rosas y de jazmines y de geranios y de cactos. Hoy en día, Ronda es una preciosa localidad del Noroeste de Málaga (Andalucía, España), situada en la serranía del mismo nombre, al pie de un impresionante tajo que se salvó construyendo los dos puentes, viejo y nuevo. Entre sus numerosos monumentos es probable que el más conocido sea el coso rondeño –una plaza de toros del siglo XVIII donde, cada año, se lidia el festejo de la corrida goyesca– junto a la Casa Consistorial, la Iglesia de Santa María la Mayor, la llamada Casa del Gigante, el Casino (tan vinculado con el proceso autonómico andaluz desde que Blas Infante celebró allí su asamblea en 1918), el curioso Museo del Bandolero o las murallas árabes; pero existe un rincón muy singular al que, habitualmente, se conoce por el sobrenombre de El Templete de los Ahorcados, en pleno barrio del Mercadillo.

En realidad, se trata del Templete de la Virgen de los Dolores que se construyó en 1734 como una capilla abierta y adosada a la pared de una vivienda. Como se describe en el catálogo monumental del Ayuntamiento, la construcción tiene planta rectangular abierta, con arcos de medio punto y carpaneles en tres de sus lados, que se apoyan en unas columnas de capiteles jónicos y fustes figurativos que representan figuras humanas delgadas y atadas al fuste con una soga alrededor de sus cuellos, de expresión siniestra. El conjunto se cubre con techumbre a tres aguas de teja morisca.

Las sorprendentes columnas frontales son las que dieron origen al apelativo de Templete de los Ahorcados. Según la tradición, se cuenta que los condenados a muerte se detenían en este lugar para encomendar su alma y rezar sus últimas oraciones antes de ser conducidos al patíbulo. Durante la Guerra de la Independencia, los franceses también ajusticiaron allí a los rebeldes, dejando sus cadáveres para que los viese la gente del pueblo y sirviera de escarmiento [ALONSO CORTÉS, C.D. Gladiolos y rosas. Madrid: Knossos, 2010, p. 143].

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