En el glosario de términos del Ministerio de Agricultura y Pesca, Alimentación y Medio Ambiente español [1], la evaluación de impacto ambiental se define como el conjunto de estudios y análisis técnicos que permiten estimar los efectos que la ejecución de un determinado proyecto puede causar sobre el medio ambiente. Su origen se remonta a diciembre de 1969, cuando Estados Unidos aprobó la pionera National Environmental Policy Act (NEPA) que entró en vigor el 1 de enero de 1970, coincidiendo con la celebración del Año de protección de la naturaleza y a punto de comenzar la emblemática década de los 70, cuando la preocupación legal por nuestro entorno se volvió imparable. Aquella norma del Gobierno de Washington fue el precedente de las actuales evaluaciones de impacto ambiental porque en una de las secciones de esta ley federal medioambiental se estableció que “Cuando una agencia federal se proponga llevar a cabo una acción importante, que tenga un efecto significativo sobre la calidad del medio ambiente humano, debe preparar una estimación detallada de los efectos ambientales y ponerla a disposición del Presidente, del Congreso y de los ciudadanos americanos” [2].
Con ese antecedente, en los años 70 y 80, la evaluación de impacto ambiental se fue generalizando en otros países (Canadá, Japón, Australia, Colombia, México…) y en las Comunidades Europeas (hasta que entró en vigor el Tratado de Maastricht el 1 de noviembre de 1993 no se denominó “Unión Europea”) donde las autoridades de Bruselas adoptaron la Directiva 85/337/CEE, del Consejo, de 27 de junio de 1985, relativa a la evaluación de las repercusiones de determinados proyectos públicos y privados sobre el medio ambiente; una primera regulación específica que introdujo unos principios generales para aproximar las legislaciones vigentes en los diferentes Estados miembro; de modo que esta evaluación identificara, describiera y evaluara de forma apropiada, los efectos directos e indirectos de un proyecto sobre los siguientes factores: el ser humano, la fauna, la flora, el suelo, el agua, el aire, el clima, el paisaje, los bienes materiales y el patrimonio cultural (incluyendo la interacción de todos ellos). En la actualidad, la legislación de la Unión Europea se encuentra en la Directiva 2011/92/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 13 de diciembre de 2011, relativa a la evaluación de las repercusiones de determinados proyectos públicos y privados sobre el medio ambiente.
Teniendo en cuenta que este procedimiento administrativo se generalizó en todos los paises industrializados y que algunos organismos internacionales –como el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), la OCDE o la mencionada CEE– reconocieron que esta técnica constituía el instrumento más adecuado para la preservación de los recursos naturales y la defensa del medio ambiente, España no permaneció al margen y lo reguló por primera vez en el Real Decreto Legislativo 1302/1986, de 28 de junio, de evaluación de impacto ambiental [dos años más tarde se aprobó su reglamento de desarrollo (Real Decreto 1131/1988, de 30 de septiembre); y, hoy en día, su marco jurídico es el establecido en la vigente Ley 21/2013, de 9 de diciembre, de evaluación ambiental].
Todas estas referencias normativas –de carácter nacional o regional (e incluso internacional porque el prinicipio nº 17 de la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, de 1992, proclamó que: Deberá emprenderse una evaluación del impacto ambiental, en calidad de instrumento nacional, respecto de cualquier actividad propuesta que probablemente haya de producir un impacto negativo considerable en el medio ambiente y que este sujeta a la decisión de una autoridad nacional competente)– se plantearon evaluar el impacto ambiental desde una perspectiva nacional, doméstica, como un instrumento preventivo con el que los Estados controlaban la gestión de aquellos proyectos que tuvieran una incidencia en su entorno; pero, como es lógico, los efectos del medioambiente no entienden de fronteras políticas ni de límites administrativos y, por ese motivo, en la década de los 90, la comunidad internacional constató que sus consecuencias podían llegar a afectar a otros Estados; de ahí que Naciones Unidas decidiera mejorar la cooperación internacional en materia de evaluación del impacto medioambiental, particularmente, en un contexto transfronterizo, con el objetivo de formular políticas preventivas y de evitar, mitigar y vigilar los efectos perjudiciales apreciables en el medio ambiente en general, y en un contexto transfronterizo, en particular.
El resultado fue el Convenio sobre la evaluación del impacto ambiental en un contexto transfronterizo hecho en Espoo (Finlandia) el 25 de febrero de 1991. La Comunidad Europea firmó ese tratado, ratificándolo el 24 de junio de 1997 (con el tiempo, lo reforzó mediante la Directiva 2011/92/UE, de 13 de diciembre, de evaluación de las repercusiones de determinados proyectos públicos y privados sobre el medio ambiente) y España, como sucede con estos actos jurídicos europeos, traspuso esta última Directiva en la mencionada Ley 21/2013, de 9 de diciembre.
Doce años después de que se adoptara el Convenio de Espoo, se firmó un Protocolo sobre evaluación estratégica del medio ambiente de la convención sobre la evaluación del impacto ambiental en un contexto transfronterizo, hecho en Kiev (Ucrania), el 21 de mayo de 2003. Puede consultarse esta legislación en la web del Ministerio español [3].
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