miércoles, 12 de septiembre de 2018

¿Alguna vez se ha tipificado el suicidio como delito en España?

Desde un punto de vista jurídico, el primer delito vinculado con el término “suicidio” que se tipificó en España fue el pionero Art. 335 del Código Penal de 1848: El que prestare auxilio á otro para que se suicide, será castigado con la pena de prision mayor: si le prestare hasta el punto de ejecutar él mismo la muerte, será castigado con la pena de reclusión temporal en su grado mínimo. Esa norma decimonónica se correspondería con la actual redacción del Art. 143 del Código Penal de 1995: (…) 2. Se impondrá la pena de prisión de dos a cinco años al que coopere con actos necesarios al suicidio de una persona. 3. Será castigado con la pena de prisión de seis a diez años si la cooperación llegara hasta el punto de ejecutar la muerte.
 
En ambos preceptos se castiga la cooperación al suicidio –sea ejecutiva o no– pero en ningún caso se persigue el hecho de quitarse voluntariamente la vida [acción y efecto de suicidarse, según la RAE] porque, desde una perspectiva jurídico-penal, no se prohíbe el acto voluntario por el que una persona pone fin a su existencia [DEJ]; es decir, matarse no es delito pero ayudar a que otro se suicide, sí lo es.
 
Esto ocurre hoy en día pero, tradicionalmente, suele admitirse la idea del suicidio como crimen, propia de la Edad Media y el Antiguo Régimen; en opinión del historiador Alejandro Marín [1]. De acuerdo con ese criterio, cabe plantearse si el legislador español dispuso, en algún instrumento jurídico, que suicidarse constituyera una figura delictiva.
 
El punto de partida para buscar ese documento en nuestro legado jurídico tenía que ser anterior el mencionado Código Penal de 1848 y, echando la vista atrás, el primer texto punitivo de España –el Código Penal de 1822– no incluyó ninguna mención expresa a ese comportamiento; pero, por aquel tiempo, ese mal que corroe las sociedades modernas y que cunde no solo en Madrid, sino también en las provincias como una plaga destructora, un azote mortífero [en palabras de la Gaceta de Madrid (precedente histórico del BOE) nº 956, de 15 de julio de 1837] sí que aparecía mencionado en otros instrumentos legales; por ejemplo, en una Circular del Ministerio de la Gobernación, de 1 de diciembre de 1837, se indicaba que en las partidas de defunción debía inscribirse: Si la muerte fuese por suicidio, por homicidio ó por pena capital, se expresarán estas circunstancias, y la causa y medios empleados en el primero y segundo caso, y el delito que motivó el tercero. Antes de aquellas fechas, ni una palabra sobre el suicidio.
 
La explicación de ese vacío es muy sencilla si partimos de una premisa básica: el término “suicidio” se incorporó al léxico castellano a finales del siglo XVIII –aunque ya existiera en el XVII en otras lenguas europeas– de ahí que no se encuentre esa palabra en ningún texto jurídico anterior a la época de la codificación porque, entonces, simplemente, aún no se hablaba de suicidas sino de desesperados que [se] matan a si mismos [desperatio]; concepto que proviene del ámbito teológico y reenvía el homicidio de sí mismo a un pecado gravísimo, el que se constituye cuando se desespera de la merced divina, lo que en última instancia implica una negación de los poderes de Dios así como de la vida eterna [2]. De modo que si queremos saber cómo se penalizó la conducta suicida en el Derecho histórico español hay que buscar su tipificación como “desesperamiento” y, así, las referencias legales son mucho más abundantes.
 
Casi al final del Código de las Siete Partidas –con el que Alfonso X el Sabio, rey de Castilla y León, trató de dar unidad legislativa a un reino fraccionado en multitud de fueros, durante la segunda mitad del siglo XIII– nos encontramos el Título XXVII de la VII Partida bajo el epígrafe: De los desesperados que se matan a sí mismos o a otros por algo que les dan y de los bienes de ellos.
 
Su primera ley definió: Desesperamiento es cuando un hombre pierde la confianza y se desespera de los bienes de este mundo y del otro, aborreciendo su vida y codiciando la muerte. Y hay cinco maneras de hombres desesperados: la primera es cuando alguno ha hecho grandes yerros [delitos], que, siendo acusado de ellos, con miedo de la pena y con vergüenza que espera tener por ellos, mátase él mismo con sus manos o bebe hierbas a sabiendas con que muera. La segunda es cuando alguno se mata por gran cuita o por gran dolor de enfermedad que le acaece, no pudiendo sufrir las penas de ella. La tercera es cuando lo hace con locura o con saña. La cuarta es cuando alguno que es rico y poderoso y honrado, viendo que lo desheredan o lo han desheredado o le hacen perder la honra y el poderío que antes tenía, desespérase, metiéndose a peligro de muerte o matándose él mismo. La quinta es la de los asesinos y de los otros traidores, que matan a hurto a los hombres por algo que les dan [3].
 
¿Y qué pena impuso la VII Partida alfonsina a los desesperados que se suicidaban? En principio, la Ley II del Título XXVII estableció que los que se matan a si mismos por algunos de los yerros que diximos en la ley ante desta no deben haber pena ninguna; pero esa regla general tenía una excepción prevista en las acusaciones que se facen sobre los malos fechos en la Ley XXIV del Título I. En esta norma se indicaba al juzgador cómo debía continuar con un pleito si el acusado se mataba a sí mismo antes de que se dictase sentencia. En estos supuestos tan concretos, el suicida perdía todos sus bienes, debiendo tomar todo lo suyo para el rey, salvo que el “yerro” del que hubiera sido acusado no conllevara la muerte o si se mató por locura o por sufrir una enfermedad o un “gran pesar”, en estos casos, primero debían “fincar” (adquirir las fincas) sus herederos.
 
Por último, cabe pensar que a los suicidas se les castigara con la imposibilidad de recibir cristiana sepultura (Ley IX del Título XIII de la I Partida) como ya sucedía con los herejes.
 
Citas: [1] MORÍN, A. “Suicidas, apostatas y asesinos. La desesperación en la séptima partida de Alfonso el Sabio”. En: Revista Hispania, LXI/1, nº 207 (2001), p. 180. [2] MORÍN, A. “Sin palabras. Notas sobre la inexistencia del término 'suicida' en el latín clásico y medieval”. En: Circe, nº 12, 2008. [3] Las Siete Partidas. Valladolid: Lex Nova, 1988.
 
Cuadros (de superior a inferior): Jean-Paul Laurens | Muerte de Catón de Útica (1863); Leonardo Alenza | Sátira del suicidio romántico (1839); y  Édouard Manet | El suicida (ca. 1880).

1 comentario:

  1. No podemos decidir cuando nacemos , pero si podemos decir cuanos no queremos ir.

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