miércoles, 26 de diciembre de 2018

Callejero del crimen (IX): los frescos de Santo Stefano Rotondo, en Roma

Situada en el Celio, una de las legendarias siete colinas de Roma, esta iglesia paleocristiana fue construida en el siglo V siguiendo la estructura redonda de la basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén, con planta de cruz griega y tres círculos concéntricos, bajo la advocación de San Esteban, diácono y primer mártir. Según el Liber Pontificalis, el Papa Simplicio ordenó edificarla, decorándola con mosaicos y mármol que, ya en la Edad Media, se habían perdido; y, aunque en el siglo VII se levantó una capilla para albergar las reliquias de los santos Primo y Feliciano, el templo fue salvado de la ruina en el siglo XVI, cuando fue completamente reformado al pasar a gestionarlo el Pontificium Collegium Germanicum et Hungaricum. En 1583, el Papa Gregorio XIII encargó a Niccolò Circignani, conocido como il Pomarancio –con la colaboración, para las perspectivas, de Matteo da Siena– la decoración del muro perimetral con 34 frescos que narraban, con todo lujo de detalles, la matanza de los inocentes, la crucifixión de Jesucristo, la lapidación del santo patrón de la iglesia y los suplicios que padecieron otros apóstoles y mártires cristianos (ahogados, cegados, devorados por bestias, hervidos, lisiados, quemados y torturados de todas las formas posibles).
 
 
El objetivo de aquellas imágenes tan realistas e impactantes fue didáctico: en plena Contrarreforma, los jesuitas que formaban a los jóvenes sacerdotes les alertaban de los peligros que conllevaba evangelizar a los habitantes de tierras lejanas (por ejemplo, la escena inferior que muestra a san Pedro de Alejandría sobre una tabla de cortar mientras su verdugo lo va troceando con una cimitarra).
 

O la tortura contra san Primo, al que hicieron beber plomo derretido, antes de decapitarlo junto a su hermano Feliciano. Un auténtico martirologio


En su libro Estampas de Italia, el escritor Charles Dickens narra del siguiente modo la sensación que le causó aquella visión: Señalar los detalles del gran sueño de las iglesias romanas sería la ocupación más demencial del mundo. Pero la de San Esteban Rotondo, una iglesia antigua, húmeda y mohosa situada a las afueras de Roma, persistirá en mi memoria debido a las espantosas pinturas que cubren sus muros. Representan los martirios de los santos y los primeros cristianos; y ningún hombre podría imaginar en sueños semejante panorama de horror y matanza aunque comiera un cerdo crudo entero de cena. Hombres de barba gris a quienes están hirviendo, friendo, asando, quemando; hombres devorados por las fieras, acosados por los perros, enterrados vivos, descoyuntados por caballos, destrozados con hachas; mujeres a quienes desgarran los senos con tenazas de hierro, les cortan la lengua, les arrancan las orejas, les parten las mandíbulas; mujeres con el cuerpo estirado en el potro, o despellejado o abrasado y consumido en la hoguera: esos son los temas más suaves. Tan persistentes y trabajados, además, que cada víctima constituye el mismo motivo de asombro que el pobre Duncan despertó en lady Macbeth, haciéndola maravillarse de que el viejo tuviera tanta sangre en el cuerpo.

 
Cuadro superior: acuarela de la iglesia pintada por Ettore Roesler Franz (ca. 1880). Puedes leer la interesante crónica del viaje de Sira Gadea con numerosas imágenes de estos frescos.

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