(…) A la derecha, a lo lejos, donde la parte más alta del acantilado caía al mar, Mary divisó un débil punto de luz. Al principio creyó que era una estrella que atravesaba el último jirón de niebla, pero la razón le dijo que las estrellas blancas no existían ni se movían con el viento en lo alto de un acantilado. La miró fijamente y la vio moverse otra vez; era como un ojito blanco en la oscuridad. Bailaba y hacía reverencias, cabeceaba en la tormenta como si el viento mismo la llevara encendida a modo de llama viva que nunca se apaga. El grupo de hombres no le prestaba atención; tenían la mirada fija en el mar oscuro, más allá de las olas. Mary comprendió de pronto el motivo de su indiferencia y el ojito blanco, que al principio le parecía amable y consolador, parpadeando con valentía él solo en la cruda noche, se convirtió en un símbolo de horror. La estrella era una luz engañosa que su tío y sus compinches habían puesto allí. Ahora el punto de luz era pernicioso y las reverencias que le hacía al viento, una burla.(…) La luz del mástil se acercó más al resplandor del acantilado, fascinada, como una polilla atraída por una vela.
Mary no pudo soportarlo más. (…) Atraído por un imán, el mar se retiró de la playa y una gran ola más alta que las demás se abalanzó estruendosamente sobre el barco, que flotaba dando bandazos. Mary vio la mole negra que había sido un barco escorarse lentamente, como una gran tortuga, los mástiles y vergas como hilos de algodón arrugados, deshechos. Unos puntos negros se agarraban a la superficie resbaladiza e inclinada de la tortuga, no querían caerse, se pegaban como lapas, con todas sus fuerzas, a la madera astillada; y, cuando la mole que ascendía y se estremecía por debajo de ellos se partió monstruosamente en dos cortando el aire, cayeron de uno en uno a las blancas lenguas del mar como puntitos negros sin vida ni sustancia.
(…) El silencio y el sigilo desaparecieron; los hombres que habían esperado tantas horas soportando el frío dejaron de esperar. Rompieron a correr como locos de un lado a otro por la playa, gritando, aullando, enloquecidos, inhumanos. Entraron en las olas hasta la cintura, ajenos al peligro, sin la menor precaución, y empezaron a recoger restos sucios del naufragio que flotaban en el agua. (…) Cuando el primer cuerpo llegó a tierra, sin vida afortunadamente, se apiñaron sobre él y le echaron las manos encima hasta dejarlo pelado como un hueso; después de despojarlo de todo e incluso de estirarle los aplastados dedos por si tenía anillos, lo abandonaron y lo dejaron boca arriba (…). Robaban al azar, cada uno para sí; estaban locos, ebrios, alucinados por el éxito (…).
La escritora inglesa Daphne du Maurier (1907-1989) narró de este modo tan descriptivo el método de pillaje que llevaban a cabo los protagonistas secundarios de su novela La posada Jamaica [Barcelona: Alba Editorial, 2018] por las costas de Cornualles (Gran Bretaña); pero esta práctica fue algo habitual en distintos lugares del Océano Atlántico, de modo que el litoral raquero europeo se extendía desde el vecino condado inglés de Devon hasta las Rías gallegas, pasando por Francia, Portugal e incluso al otro lado del Charco, en el Caribe.
Aunque en castellano existe el mencionado término de «raquero» generalmente suele emplearse más su voz en gallego: «raqueiro». En ambas lenguas, con el significado de andar o ir al raque: Acto de recoger los objetos perdidos en las costas por algún naufragio o echazón (DRAE). De modo que la persona que va al raque es un «raquero» o «raqueiro» que va pirateando o robando por las costas (DRAE).
Hasta las primeras décadas del siglo XX –como sugiere la película La isla de las mentiras (Paula Cons, 2020) con el naufragio del vapor Santa Isabel que, realmente, se hundió en el archipiélago gallego de Sálvora el 2 de enero de 1921, con más de 200 fallecidos– estos piratas de tierra firme aprovechaban las noches tormentosas, sin luna, para atraer a los barcos que navegaban frente a la costa encendiendo antorchas o fogatas e incluso embolando con fuego los cuernos de bueyes o vacas; de modo que lograban desorientar al timonel, simulando que se acercaban a un puerto o lugar habitado cuando en realidad los delincuentes les estaban engañando para atraerlos hacia las rocas, provocar su hundimiento y saquear tanto su carga como a la tripulación y el pasaje que la marea arrastrase hasta la playa.
Si esta entrada comenzó con literatura termina con la quinta de las Bellas Artes. En la historia de la pintura, podría interpretarse que el francés Eugène Isabey (1804-1886) representó esta conducta en su inquietante cuadro The Wreck, pintado en 1854 y conservado en el Detroit Institute of Arts. Justo en el centro del lienzo aparece una mancha roja, ¿es la bandera que aún ondea en el mástil o la llama de un fuego encendido en la costa para atraer al navío? Por la temática que siguió en otros óleos, como Los contrabandistas en la playa (1886) es probable que aquel naufragio mostrase a unos piratas de tierra.
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