El 1 de enero de 2000 entró en vigor en España el Convenio del Consejo de Europa para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano respecto de las aplicaciones de la biología y la medicina (Convenio sobre los derechos del hombre y la biomedicina), suscrito el 4 de abril de 1997 en Oviedo (Asturias), de ahí que se le conozca con el sobrenombre de Convenio de Oviedo; en este ámbito, como reconoció el legislador español: se trata del primer instrumento internacional con carácter jurídico vinculante para los países que lo suscriben. Su especial valía reside en el hecho de que establece un marco común para la protección de los derechos humanos y la dignidad humana en la aplicación de la biología y la medicina. El Convenio trata explícitamente, con detenimiento y extensión, sobre la necesidad de reconocer los derechos de los pacientes, entre los cuales resaltan el derecho a la información, el consentimiento informado y la intimidad de la información relativa a la salud de las personas, persiguiendo el alcance de una armonización de las legislaciones de los diversos países en estas materias; en este sentido, es absolutamente conveniente tener en cuenta el Convenio en el momento de abordar el reto de regular cuestiones tan importantes.
Como consecuencia, el Gobierno español adoptó la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica. A efectos de esta ley, el consentimiento informado se define como la conformidad libre, voluntaria y consciente de un paciente, manifestada en el pleno uso de sus facultades después de recibir la información adecuada, para que tenga lugar una actuación que afecta a su salud (Art. 3). De modo que, hoy en día, toda actuación en el ámbito de la salud de un paciente necesita el consentimiento libre y voluntario del afectado, una vez que, recibida la información prevista en el artículo 4, haya valorado las opciones propias del caso (Art. 8).
En castellano, la locución “consentimiento informado” es una apropiación directa del inglés “Informed Consent”que surgió en Estados Unidos hace sesenta años.
Desde comienzos del siglo XX, diversos tribunales estadounidenses ya habían ido sentando las bases sobre la necesidad de tener en cuenta la voluntad del paciente; como sucedió, por ejemplo, en el caso Schloendorff v. Society of New York Hospitals, de 1914. La Sra. Schloendorff dio permiso a su médico para que le examinara un tumor fibroso pero informándole expresamente de su negativa a ser intervenida, cuando la paciente se quedó inconsciente por el éter, el doctor decidió extirpárselo y, durante el postoperatorio, la mujer desarrolló una gangrena por la que tuvieron que extirparle varios dedos. Aunque la Corte de Apelaciones de Nueva York acabó sobreseyendo el proceso porque la demandante denunció al Hospital y no al médico [1], aquel juicio enfatizó la necesidad de obtener el consentimiento del paciente antes de ser intervenido.
La expresión “consentimiento informado” la acuñó el abogado Paul G. Gebhard en el asunto Salgo v. Leland Stanford, Jr. University Board of Trustees, de 22 de octubre de 1957. Martin Salgo perdió la movilidad de sus extremidades inferiores, de forma permanente, por una complicación excepcional que se produjo durante una aortografía translumbar; el tribunal le reconoció una indemnización de 213.355 dólares al considerar que el médico infringió sus deberes al no exponerle todos los riesgos que conllevaba ese tratamiento para que el paciente hubiera podido tomar su decisión con la información adecuada.
Cita: [1] WANDLER, M. “The History of the Informed Consent Requirement in United States Federal Policy”. Harvard University, 2001, p. 6 (*).
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