De acuerdo con su preámbulo: Para obviar las dificultades que frecuentemente han ocurrido y pueden ocurrir aún con respecto a las pretensiones de precedencia entre los diferentes agentes diplomáticos, los plenipotenciarios de las [ocho] potencias signatarias del Tratado de París [se refiere al Tratado de París firmado el 30 de mayo de 1814, tras la abdicación de Napoleón Bonaparte, por España, Austria, Francia, Gran Bretaña, Portugal, Prusia, Rusia y Suecia] han convenido en los artículos siguientes, y se creen en el caso de invitar a los plenipotenciarios de las demás testas coronadas a adoptar el mismo Reglamento de categorías entre los agentes diplomáticos, aprobado durante el Congreso de Viena, el 19 de marzo de 1815. Para el profesor Eduardo Vilariño Pintos: (…) además de su significado como muestra del grado de desarrollo y cristalización del derecho diplomático, presenta también un interés específico en la actualidad, en cuanto se pueda considerar como la primera manifestación codificadora, si bien parcial, de tal derecho [1].
Y lo resume así, parafraseando su propio articulado: En sus siete artículos se trata de resolver las cuestiones de precedencia entre los agentes diplomáticos para poner fin a los frecuentes incidentes que al respecto se venían produciendo; se establece, para ello, tres clases de «empleados diplomáticos», a saber: 1ª) Los embajadores, legados o nuncios; 2ª) Los enviados, ministros u otros acreditados cerca de los soberanos; 3ª) Los encargados de negocios, acreditados cerca de los ministros de negocios extranjeros (Art. I) (en 1818, en el Congreso de Aquisgrán, se añadiría, entre la 2ª y 3ª clase, la de ministro residente, que caería en desuso a finales del siglo XIX) [es el llamado "Protocolo de Aquisgrán" de 21 de noviembre de 1818]; de ellos sólo los primeros tenían carácter representativo (Art. II); los diplomáticos en misión extraordinaria no tienen en tal concepto mayor categoría (Art. III); el orden de precedencia se determinará de conformidad con la fecha del aviso oficial de la llegada del agente diplomático, sin que afecte a la precedencia que le pueda corresponder al representante del Papa (Art. IV); los lazos de parentesco o de alianzas de familia entre las Cortes, así como las alianzas políticas no darán más categoría a sus diplomáticos (Art. VI); en los instrumentos o tratados entre varias potencias, siempre que acepten la alternancia, el sorteo entre los ministros decidirá el orden que ha de seguirse en las firmas (Art. VII); cada Estado establecerá un sistema uniforme para la recepción de los diplomáticos de cada clase (Art. V) [1].
De la redacción de su Art. IV in fine [El presente reglamento no producirá novedad alguna con respecto a los representantes del Papa] podemos deducir que (…) se siguió la práctica del Derecho Diplomático Internacional de seguir confiando la precedencia de los nuncios sobre los embajadores. Así pues, permaneció la costumbre en muchos Estados, especialmente de tradición católica, de considerar al Nuncio como Decano del Cuerpo Diplomático, con independencia de la antigüedad del cargo y de la misma intencionalidad de la Santa Sede que inicialmente procuró que el decanato fuera reconocido de modo expreso [2]. Recordemos que un “Nuncio” es el Jefe de Misión de más alto rango de la Santa Sede, equivalente al de Embajador. En los países católicos desempeña, por cortesía, la función de Decano del Cuerpo Diplomático acreditado [3]. Lo que aún ocurre en España en la actualidad, de modo que la Nunciatura Apostólica es la decana de las 125 embajadas residentes en España [hay otras 49 no residentes; es decir, por acreditación múltiple, su sede radica en otro país, como la República de Guyana, cuya Cancillería se encuentra en Londres: o la de Islandia, en París].
Como curiosidad, por designación del rey Fernando VII (1784-1833), el representante plenipotenciario español en el Congreso de Viena -donde las potencias europeas trataron de recomponer el orden a la irrupción de Napoleón en la vida del Viejo Continente y se adoptó el mencionado Reglamento de categorías entre los agentes diplomáticos- fue el controvertido político extremeño Pedro Gómez Labrador (1764-1850). Un punto azul lo identifica en la imagen superior de los asistentes al Congreso. Según ha investigado la historiadora Elena García Mantecón: (…) tomando como base documentos históricos, la figura del marqués del Labrador no es ni mucho menos como nos la habían dibujado, si no más bien todo lo contrario. La documentación nos habla de una persona culta, bien formado en la Universidad de Salamanca, donde se graduó en leyes y sobre todo de un patriota que defendió hasta donde pudo y le dejaron, los derechos de España y sus territorios, actuando como plenipotenciario de España en el Congreso de Viena. Su caída en desgracia, según nos demuestra la documentación, viene motivada por su apoyo al infante D. Carlos María Isidro de Borbón en la sucesión al trono de Fernando VII. Este apoyo al candidato Carlista va a suponer que los políticos que apoyan a la reina Isabel II, entre ellos Francisco Martínez de la Rosa y el Conde de Toreno, le priven de todos sus títulos y le declaren traidor a la patria [4].
De ahí que no resulte extraño leer también afirmaciones, algunas muy despectivas, sobre la muy escasa fortuna que correspondió a España al ser representada en el Congreso de Viena, de manera exclusiva, por un hombre de tan limitadas dotes diplomáticas [5] formulada por otro historiador, José María Jover Zamora.
Retomando el hilo conductor de esta entrada, el siguiente instrumento jurídico que trató de codificar la regulación internacional del Derecho Diplomático se adoptó más de un siglo después de aquel Reglamento de 1815 durante la Sexta Conferencia Internacional Americana que se celebró en La Habana (Cuba): fue la Convención sobre funcionarios diplomáticos de 20 de febrero de 1928 que se aprobó al mismo tiempo que el «Código de Bustamante». De acuerdo con su preámbulo, este acuerdo tuvo en cuenta que una de las materias de mayor importancia en las relaciones internacionales es la que se refiere a los derechos y deberes de los funcionarios diplomáticos y que debe regularse de acuerdo con las condiciones de la vida económica, política e Internacional de las naciones; (…) Especificando que los funcionarios diplomáticos no representan en ningún caso la persona del Jefe del Estado, y sí su Gobierno, debiendo estar acreditados ante un Gobierno reconocido; y reconociendo que como los funcionarios diplomáticos representan sus respectivos Estados, no deben reclamar inmunidades que no sean esenciales al desempeño de sus deberes oficiales y que sería de desear que bien el propio funcionario o el Estado representado por él renuncien la inmunidad diplomática cuando se refiera a acciones civiles que no tengan nada que ver con el desempeño de su misión.
Con la habitual ausencia de Canadá -que no ingresó en el Sistema Interamericano hasta el 8 de enero de 1990, cuando depositó el instrumento de ratificación de la Carta de la OEA- los delegados de las veintiuna repúblicas de las Américas a comienzos del siglo XX [Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Costa Rica, Cuba, Chile, Ecuador, El Salvador, Estados Unidos, Guatemala, Haití, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana, Uruguay y Venezuela] fueron conscientes de que si no es posible concertar desde ahora estipulaciones generales que si bien constituyen una tendencia definida en las relaciones internacionales, tropiezan en algunos casos con la arraigada práctica de varios Estados en sentido contrario, (…) mientras pueda formularse una regulación más completa de los derechos y deberes de los funcionarios diplomáticos, decidieron celebrar una Convención que comprenda los principios generalmente admitidos por todas las Naciones.
Es decir, en opinión de la profesora Eileen Denza; aunque el primer instrumento internacional para codificar cualquier aspecto del derecho diplomático fue el Reglamento aprobado por el Congreso de Viena en 1815, (...) la codificación entre los Estados de las inmunidades y los privilegios de los agentes diplomáticos no se inició hasta la Convención de La Habana de 1928, (...) la cual, no obstante, no refleja la práctica actual, ni en su terminología ni en sus normas. Más influencia tuvo el Proyecto de Convención redactado en 1932 por Harvard Research in International Law [6].
Denza se refiere a la prestigiosa revista Research in International Law publicada por la Harvard Law School afirmó que -en aquel momento- la única reglamentación de carácter general referente a privilegios e inmunidades diplomáticas es la "Convención sobre Funcionarios Diplomáticos" aprobada por la Sexta Conferencia Internacional Americana y firmada en La Habana el 20 de febrero de 1928 [6]. Después, hubo algunas iniciativas privadas que no prosperaron -como el proyecto de convención adoptado en la reunión de Cambridge (1895) por el Instituto de Derecho Internacional, así como el proyecto elaborado en 1925 por el Instituto Americano de Derecho Internacional [7]- e incluso la Sociedad de Naciones llegó a crear un subcomité que analizó todos esos precedentes, pero la obra de codificación y desarrollo progresivo del derecho internacional aplicable a este ámbito ya no daría más pasos hasta la fundación de las Naciones Unidas con dos tratados vigentes [la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas (Viena, 18 de abril de 1961) y sus dos protocolos facultativos de la misma fecha sobre la adquisición de nacionalidad y la jurisdicción obligatoria para la solución de controversias; y la Convención sobre las Misiones Especiales (Nueva York, 8 de diciembre de 1969) y su protocolo facultativo de la misma fecha sobre la solución obligatoria de controversias] y otra que aún no entró en vigor [la Convención de Viena sobre la Representación de los Estados en sus Relaciones con las Organizaciones Internacionales de Carácter Universal (Viena, 14 de marzo de 1975)].
Citas: [1] VILARIÑO, E. Curso de Derecho Diplomático y Consular. Madrid: Tecnos, 1987, p. 70. [2] RABASCO FERREIRA, R. La representación pontificia en la corte española. Historia de un ceremonial y diplomacia. Alcorcón: Sanz y Torres, 2017, p. 38. [3] JARA RONCATI, E. La Función diplomática. Santiago de Chile: PNUD & CEPAl, 1989, p. 79. [4] GARCÍA MANTECÓN, E. “El Marqués de Labrador. Un desconocido diplomático y político extremeño”. En: Revista de Estudios Extremeños, 2013, vol. 69, nº 1, p. 250. [5] JOVER ZAMORA, J. Mª. España en la política internacional. Siglos XVIII-XX. Madrid: Marcial Pons, 1999, p. 118. [6] DENZA, E. "The Development of the Law of Diplomatic Relations". En: British Year Book of International Law, 1964, pp. 141 y 142. [7] CDI (Comisión de Derecho Internacional). Documento A/CN.4/98, 1956, p. 145.
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