El éxito de la primera Cruzada en Tierra Santa (1096-1099) desató un fervor religioso desconocido en toda Europa. Uno de los caballeros que tomó parte en aquellas primeras batallas fue el francés Hugues de Payns, al que se suele castellanizar como Hugo de Payns. Primo de san Bernardo de Claraval –autor de la reforma cisterciense– el piadoso noble de la Champaña vivió de primera mano aquella eclosión medieval en defensa de la fe cristiana y en 1120, al regresar de Jerusalén –donde compartió con otros ocho caballeros el lugar en el que la tradición situaba el Templo del rey Salomón– impulsó con ellos la creación de una nueva orden de monjes y soldados sin precedentes en el Viejo Continente: la Orden de los Caballeros del Templo de Salomón, para la defensa y la conservación de los Santos Lugares; a la que popularmente se la conoce como El Temple.
Una de las claves del éxito e influencia que logró esta institución religiosa y militar en tan poco tiempo fue gracias a su régimen interno de disciplina –la Regla templaria– que hizo compatible su actividad orante con la vida de milicia. Las primeras normas se escribieron en latín, por iniciativa del propio Payns (su primer Gran Maestre), aunque se suele atribuir su redacción al influyente Bernardo de Claraval. Se aprobaron en el Concilio de Troyes de 1129, donde obtuvieron el reconocimiento oficial por la Iglesia, pero se revisaron diez años después y sufrieron numerosas modificaciones en los siglos XII y XIII para adaptarse a las circunstancias de cada época y ser traducidas a las lenguas vernáculas, dando lugar a las diversas versiones que han llegado hasta nuestros días e incluso a distintos contenidos (como sucede al hablar de las pruebas de acceso a la Orden que debía llevar a cabo el postulante).
Según la llamada Regla Latina que aprobó el Patriarca de Jerusalén, se trataba de un texto normativo compuesto por una pequeña introducción y 72 capítulos. Como cualquier otra orden monástica, la Regla enumeraba sus obligaciones como frailes (oír el oficio divino, comer en el refectorio, leer la santa lección, guardar silencio tras las completas, etc.) pero también regulaba las penitencias por sus leves y graves culpas, los diezmos, la propiedad de tierras y hombres, la ejecución de lo que fuese justo, etc. Posteriormente, al incrementarse el número de miembros y de encomiendas (casas templarias) se tuvieron que aprobar nuevas cláusulas -los retrais- y estatutos para regular sus distintas actividades hasta que el poder y la influencia de la Orden se convirtieron en un peligro para el Papado y los reyes (especialmente, el francés) y en 1312, Clemente V ordenó su disolución en el Concilio de Viena. Su último Gran maestre, Jacques de Molay, fue acusado de simonía, herejía y sacrilegio y condenado a la hoguera donde ardió el 18 de marzo de 1314.
Con el paso de los siglos, la leyenda de aquellos caballeros -más preocupados por ayudar al prójimo que por salvar sus almas- se rodeo de una aureola de misterio y misticismo que ha perdurado hasta nuestros días.
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