
![]() |
Jan de Baen (ca. 1672) Los cadáveres de los hermanos De Witt |
Un siglo más tarde, en el condado irlandés de Mayo, al oeste de la isla, un capitán llamado Charles Cunningham Boycott administraba las tierras de Lord Earne con auténtica mano de hierro. En 1879, cuando se vivía en todo el país una época de gran hambruna, la asociación irlandesa de la tierra le pidió que ayudara a los campesinos rebajándoles el alquiler de los arrendamientos, pero el capitán se negó. Para lograr que cambiara de opinión, la asociación consiguió que ningún campesino trabajara sus tierras, que el cartero no le llevara la correspondencia, que nadie le comprara su ganado y que ninguna tienda le vendiera nada. El militar acabó yéndose de Irlanda y la prensa bautizó aquel comportamiento con su apellido: boicot. Desde entonces, muchos activistas de los Derechos Humanos han recurrido a esta práctica para lograr sus objetivos: casos tan famosos –como los de Gandhi, que boicoteó el consumo de productos ingleses en la India, o Martín Luther King, que utilizó esta táctica contra la empresa de autobuses de Montgomery (Alabama) que segregaba a negros y blanco– y supuestos menos conocidos pero igual de efectivos, como el que sufrieron las bodegas francesas cuando el Gobierno de París reanudó las pruebas nucleares en la Polinesia o las empresas norteamericanas que, sin importarles el régimen del apartheid, mantenían fuertes inversiones en Sudáfrica. El boicot se reveló en el siglo XX como un arma de presión muy útil.
Según nuestra Academia de la Lengua, a estos términos que proceden de un apellido y terminan convirtiéndose en sustantivos se les denomina epónimos y tienen un origen tan antiguo que incluso en Roma ya se daba el nombre de catón a los libros de estudio, en honor al escritor y político del mismo nombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario