Además de inventar la salsa que acompaña al pescado o al marisco, los tártaros –un pueblo de Asia central de origen mongol que alcanzó su mayor expansión durante el reinado de Tamerlán en el siglo XIV, cuando su capital era la mítica ciudad de Samarcanda– han pasado a la historia por ser los pioneros en el uso de las armas bacteriológicas.
Ocurrió en 1346 cuando el ejército tártaro asediaba, con poco éxito, la ciudad de Kaffa –actual Feodosia, en la costa ucraniana del Mar Negro– a las defensas de las tropas genovesas. Para conquistarla, su jefe militar, el Khan Djanisberg, ordenó lanzar contra las murallas los cadáveres de sus propios hombres, muertos por una infección de peste bubónica. El ataque logró su objetivo y los genoveses tuvieron que huir escapando de la ciudad y contaminando a toda Europa de la mortal enfermedad. A mediados del siglo XIV, la llamada muerte negra ya había fulminado a un cuarto de la población del Viejo Continente.
El método tártaro fue utilizado de nuevo durante la conquista británica de Norteamérica.
En el verano de 1763, el general Jeffrey Amherst escribió una carta a su coronel, Henry Bouquet, en la que se preguntaba si ¿No sería posible propagar la viruela entre estas insurrectas tribus de indios?. La orden llegó al Fuerte Pitt –origen de la actual Pittsburg– y el 23 de junio de aquel año, los británicos repartieron entre los grupos nativos algunas mantas y pañuelos utilizados por los enfermos variolosos del Hospital.
El resultado tuvo el efecto deseado, tal y como anotó en su diario aquel general que despreciaba a los indios, y en los siguientes meses la viruela se cebó entre las tribus de los shawnee y delaware que habitaban en lo que hoy son los estados de Ohio y Pensilvania. Indefensos ante aquella infección, murieron cerca de 100.000 indios.
Desde entonces, la historia de la Humanidad nos ha dejado demasiados ejemplos sobre el uso de agentes químicos o biológicos.
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