Como sucedió en el Siglo de Oro, la crisis de identidad que atravesó España desde mediados del XIX hasta bien entrado el siglo XX dio lugar a un desarrollo cultural y científico sorprendente y digno de admiración, teniendo en cuenta las malas condiciones socioeconómicas de aquella época. En ese contexto desarrollaron su ingenio Ortega y Gasset, Falla, Valle-Inclán, Machado, Menéndez Pidal, D´Ors, Picasso, Marañón… y Jacinto Benavente.
El conocido dramaturgo nació en una acomodada familia madrileña en 1866. No quiso estudiar medicina, como su padre, así que empezó derecho –auténtico cajón de sastre para muchos escritores, lo digo por experiencia– pero acabó dejando la Facultad a los 19 años para dedicarse a su verdadera pasión: el teatro. Con más de 100 piezas teatrales, su obra ha sido comparada con la del gran Lope de Vega por su talento polifacético y prolífico; una de sus mejores creaciones –quizá la más destacada– es una comedia que se titula Los intereses creados que se estrenó en Madrid, el 9 de diciembre de 1907.
Crispín, uno de los protagonistas de esta farsa guiñolesca de asunto disparatado –como la definió el propio autor– mantiene un sorprendente diálogo con otro de los personajes, un doctor en leyes. Ocurre casi al final de la obra, cuando el pícaro le pregunta si es posible echar algo de tierra en un pleito que aún tiene pendiente para poder arreglarlo y el jurista le responde: (...) Bastará con puntuar debidamente algún concepto… Ved aquí: donde dice “…Y resultando que si no declaró…”, basta una coma, y dice “Y resultando que sí, no declaró…”. Y aquí: “Y resultando que no, debe condenársele…”, fuera la coma, y dice: “Y resultando que no debe condenársele…”. A lo que Crispín le responde: “¡Oh, admirable coma! ¡Maravillosa coma! ¡Genio de la Justicia! ¡Oráculo de la Ley! ¡Monstruo de la Jurisprudencia!.
Sin duda, este disparatado diálogo es un buen ejemplo de la importancia que debe tener el lenguaje en el mundo jurídico; un ámbito donde los gazapos, errores y erratas han dado lugar a anécdotas como el famoso Tribunal de Cunetas que reguló la Comunidad de Madrid o el Reglamento de Recasudación que nos sorprendió hace tiempo en el BOE. Redactar las leyes –y por extensión, casi podríamos decir que cualquier documento jurídico– es un arte que se denomina nomografía y, en palabras de Jeremy Bentham, uno de sus mejores autores, las normas deben evitar tres imperfecciones: ambigüedad, oscuridad y voluminosidad. Casi nada.
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