A finales del siglo XVIII, un juez de Bedford (Virginia, EE.UU.) se hizo famoso durante la guerra de la independencia por su peculiar método a la hora de impartir justicia: Charles Lynch creó un tribunal popular que ejecutaba, sin proceso ni contemplaciones, a los soldados del ejército británico que se cruzaban en su camino y a cualquier sospechoso de colaborar con ellos. Los detenidos eran llevados por la multitud a un árbol donde se les colgaba sumariamente. A pesar de las quejas por la total falta de garantías procesales de la llamada Ley de Lynch, la Corte Suprema norteamericana avaló este procedimiento, digno heredero de la Ley del Talión, y que años más tarde reinaría en el salvaje Oeste y en los métodos del Ku Klux Klan. Gracias a esta práctica, nuestro diccionario incluyó un nuevo término a partir de su apellido: el linchamiento: Acción de ejecutar sin proceso y tumultuariamente a un sospechoso o a un reo. Lo más curioso es que todo esto sucedió al mismo tiempo que Virginia redactaba su declaración de derechos en 1776, trece años antes de que los revolucionarios franceses escribieran su Declaración de Derechos del Hombre. Una de estas terribles ejecuciones sumarias fue el linchamiento de Joseph Smith, fundador del movimiento mormón, el 27 de junio de 1884, en Cartaghe (Illinois, EE.UU.).
Jan de Baen (ca. 1672) Los cadáveres de los hermanos De Witt |
Un siglo más tarde, en el condado irlandés de Mayo, al oeste de la isla, un capitán llamado Charles Cunningham Boycott administraba las tierras de Lord Earne con auténtica mano de hierro. En 1879, cuando se vivía en todo el país una época de gran hambruna, la asociación irlandesa de la tierra le pidió que ayudara a los campesinos rebajándoles el alquiler de los arrendamientos, pero el capitán se negó. Para lograr que cambiara de opinión, la asociación consiguió que ningún campesino trabajara sus tierras, que el cartero no le llevara la correspondencia, que nadie le comprara su ganado y que ninguna tienda le vendiera nada. El militar acabó yéndose de Irlanda y la prensa bautizó aquel comportamiento con su apellido: boicot. Desde entonces, muchos activistas de los Derechos Humanos han recurrido a esta práctica para lograr sus objetivos: casos tan famosos –como los de Gandhi, que boicoteó el consumo de productos ingleses en la India, o Martín Luther King, que utilizó esta táctica contra la empresa de autobuses de Montgomery (Alabama) que segregaba a negros y blanco– y supuestos menos conocidos pero igual de efectivos, como el que sufrieron las bodegas francesas cuando el Gobierno de París reanudó las pruebas nucleares en la Polinesia o las empresas norteamericanas que, sin importarles el régimen del apartheid, mantenían fuertes inversiones en Sudáfrica. El boicot se reveló en el siglo XX como un arma de presión muy útil.
Según nuestra Academia de la Lengua, a estos términos que proceden de un apellido y terminan convirtiéndose en sustantivos se les denomina epónimos y tienen un origen tan antiguo que incluso en Roma ya se daba el nombre de catón a los libros de estudio, en honor al escritor y político del mismo nombre.
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