
En muchas culturas de la antigüedad (fenicios, griegos, cartagineses y romanos; al parecer, todos por influencia de los persas) se creía que los desertores, ladrones, bandidos, asesinos y traidores, debían sufrir no sólo un violento castigo físico sino también otro espiritual que afectara a su alma y a su fe en el más allá; por ese motivo, los crucificados –como luego ocurrió en el Renacimiento italiano con los ahorcados, que tratamos en un in albis anterior: los retratos de hombres infames– debían morir sin contacto con el suelo para que su espíritu no encontrara reposo tampoco en el infierno y tuvieran que vagar eternamente.
Este concepto lo encontramos en dos versículos del Deuteronomio –quinto libro del Pentateuco cristiano (que no deja de ser la Torá judía) y que forma parte del Antiguo Testamento– donde se dice que Si alguno hubiere cometido algún crimen digno de muerte, y lo hiciereis morir, y lo colgareis en un madero, no dejaréis que su cuerpo pase la noche sobre el madero; sin falta lo enterrarás el mismo día, porque maldito por Dios es el colgado; y no contaminarás tu tierra que Jehová tu Dios te da por heredad (Dt 21, 22-23). De ahí que otro autor romano, Tertuliano insistiera en esta idea al decir que scelestae quaeque animae inferis exulant (las almas de estos criminales –se refiere a los crucificados, quemados y decapitados– son expulsadas del infierno (De anima, LVI-8).
La crucifixión era más propia de los esclavos y de las clases bajas de la sociedad y rara vez se aplicaba a los ciudadanos romanos, salvo que éstos perdieran sus derechos civiles (por desertar, por ejemplo). En cuanto a la condena a ser quemado en una hoguera (vivicombustión) su origen se remonta a las XII Tablas y se aplicaba a los pirómanos que dolosamente prendían fuego a un silo de cereales (la diosa Ceres exigía el ojo por ojo). Por último, la decapitación se aplicó a muchos mártires de los primeros años del cristianismo, cortando la cabeza con una espada, por ejemplo, al papa Sixto II.
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