
El 1 de enero de 63 a.C. tomó posesión de su cargo como cónsul de Roma y, ese mismo año, su mayor contrincante, Lucio Sergio Catilina, conspiró para matarlo en su domicilio, en la madrugada del 7 al 8 de noviembre; un chivatazo lo alertó a tiempo y Cicerón se salvó, pudo convocar a los demás senadores y pronunció el primero de sus famosos cuatro discursos contra su intrigante enemigo –las Catilinarias– que empezaban con el conocido Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? (¿Hasta cuándo has de abusar, Catilina, de nuestra paciencia?).
Durante el posterior triunvirato de Julio César, Pompeyo y Craso que acabaría allanando el camino a una guerra civil y a la posterior Roma imperial, el abogado no apostó por César sino por Pompeyo y cuando aquél fue asesinado, se decantó por Octavio en lugar del triunfador Marco Antonio, a quien, además, criticó duramente en su obra Filípicas. Como venganza, éste acabó ordenando el asesinato de Cicerón el 7 de diciembre de 43. Un soldado lo encontró en su casa de la costa, le cortó la cabeza y las manos y se las llevó a Marco Antonio para que pudiera mostrarlas en la tribuna del Foro de Roma (la llamada Rostra) donde el abogado había sido tantas veces tan elocuente; pero antes, la esposa del nuevo líder romano –Fulvia– cogió aquella cabeza, se quitó una horquilla del pelo, sacó la lengua inerte de la boca y se la clavó para enseñarla al pueblo y que nadie más se atreviera a criticarlos.
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